De escépticos está el mundo lleno

Publicado el 13 junio 2010 por Elrosso

Anoche estuvimos en casa de mi amigo el de la coleta viendo una película de animación japonesa que no viene al caso. Su chalet es un poco el camarote de los hermanos Marx, por lo que hay un constante devenir de visitas inesperadas de gente que invita a otra gente sin siquiera mencionarlo. Mientras veíamos el film, hizo acto de presencia el novio de una chica que por allí andaba, sorprendiéndose por el hecho de que estuviéramos allí repanchingados en el salón prestándole atención a “dibujos animados”. Tras unos segundos en la sala en la que ambos soltaron alguna risita cómplice, se despidieron con un burlón “konnichi wa”. Del triste chascarrillo hice caso omiso, ya que ni eso es adiós en japonés ni mierda, pero cada vez que veo estos retazos de escepticismo y burla ante hobbies o intereses de corte minoritario, siento que me tocan las pelotas hasta lo más profundo de su ovalada silueta.

De chavalín, en mi barrio las tardes se pasaban jugando al fútbol. Todos los amigachos de la zona pasaban sus horas muertas echando limis, relojes, torneos de puerta a puerta o liguillas, y el que no participaba en dichos eventos era tachado inevitablemente de despojo social y era fruto de burlas y escarnios. A mí nunca me atrajo el fútbol, pero aun en estas espartanas situaciones, los principios científicos y evolutivos de la adaptación al medio eran y son fundamentales para tener mínimas posibilidades de supervivencia en el hostil ambiente que es la calle para un niño. Por ello, y aunque mis aptitudes dando zurriagazos eran bastante escasas, nunca negué estas practicas que iban desde dedicar largas sesiones a las diferentes especialidades futbolísticas antes mencionadas hasta rellenar la liga fantástica del Marca. Gracias a todo esto pude hacerme con una acomodada posición en el status social de mi círculo, de forma que podía preservar mis verdaderas aficiones sin ser tachado de inadaptado nerd, aún cuando la moda de los anglicismos tecnológicos no estaba en boga. Y está claro, esas preferencias me acercaban más a pasar las horas muertas jugando al Retaliator y al Titus the fox que dejarme las rodillas en el albero cual toro bravo.

Aun así, nunca oculté mi predilección por estos menesteres y entablé abiertas amistades con varios muchachos que ya habían sido marcados por esta especie de apartheid futbolístico. Gabi era uno de ellos. Con sus gafas y su talante menudito estaba físicamente predispuesto a que le tacharan de “no apto” para la sociedad. Junto a él, descubrí gran parte de las aventuras gráficas de Lucas Arts, que nos pasábamos una tras otra y nos ayudábamos cuando alguno se quedaba atascado. Muchas tardes, mientras yo me encontraba dando balonazos con mis compañeros de juego, aparecía él con sus cajillas de diskettes debajo del brazo buscándome para compartir el último título que había descubierto. El simple hecho de abandonar el terreno de juego ya suponía una sanción social en forma de rajadas y acusaciones, pero estaba bastante claro, prefería largarme con él. Muchas veces nos sentábamos por ahí en el barrio para hablar de nuestro hobby los pocos que lo compartíamos, pero claro, siempre asomaba la nariz alguna criatura que tenía que proclamar su superioridad como promotor del ocio mayoritario en detrimento de esa movida para inadaptados que eran los jueguecitos. Y quien dice jueguecitos dice cualquier otra vertiente ociosa.

Es la historia de siempre, burlarse de lo que uno no entiende por el mero hecho de no ser de dominio público. Ha pasado toda la vida. En los 70 Dungeons & Dragons fue tachado de juego satánico practicado por jóvenes desviados en las buhardillas de sus casas, en los 80 el Heavy Metal era la fuente del mal, y en los 90 le tocó a los videojuegos, siendo un claro ejemplo algo de lo que por aquí ya se ha hablado, el efecto Mortal Kombat y las movidas con el senado y la creación del ESRB. Eso sí, una vez pasada la tormenta y visto que cada vez más y más gente se divertía con su ordenador, juego de mesa o grupo de música, el velo se destapaba y la sociedad acababa olvidando que pocos años antes tan solo les faltaba ponerse capirotes y capuchas blancas.

Tampoco me voy a poner en plan defensor del pueblo, pues algunas cosas se tergiversan hasta niveles contraproducentes. Hace poco fue el día del orgullo friki. Y digo yo, ¿por qué coño hay que promover la diversidad cultural como algo distintivo de las personas? ¿Qué pasa, que hay que jactarse de lo guay y alternativo que es uno como un rasgo diferenciador? Sí, seguro que mejorará cualquier subcultura de cara a la galería si sale en la tele un teenager de obesidad mórbida llevando unas mallas y una espada de cartón de dos metros. Creo que el anime y la cultura japonesa es una cosa que ya no tiene remedio en nuestro país, pero al menos los videojuegos no corrieron esa suerte. Demos gracias a Nintendo y su “it prints money”. Seguramente el conocido al que le dio la risita porque estábamos viendo Evangelion en casa de mi colega lleve toda la vida viendo al chaval que salió por la tele vestido de un Sephirot de 132kg, pero eso no es óbice para que cualquier manifestación artística salida de Japón sea motivo de burla y sentenciado.

Igualmente, este individuo con gran seguridad se cachondeaba de aquellos mozos de su barrio que preferían a Guybrush Threepwood más que a Romario de Souza Faria, aunque años más tarde se comprara una PSX para jugar al Fifa, una apabullante moraleja, que esto ya sean son solo divagaciones para darse un baño de autocomplacencia.

Hace poco, tras más de una década sin saber de él, encontré a mi amigo Gabi en algunas redes sociales. La vida le va bastante bien. Seguro que en parte, por haber hecho lo que él realmente quería en vez de seguir a la mayoría.


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