Grandes finales del cine, que están en la mente de todos los aficionados y que valoramos como sublimes por su capacidad para emocionarnos, como los de “Las noches de Cabiria” (Fellini, 1957) o “Los 400 golpes” (Truffaut, 1959), podrían haber sido finales mucho más convencionales y placenteros de haberse interrumpido apenas unos pocos minutos antes y Antoine Doinel no hubiera congelado su mirada dando la espalda al muro infranqueable de un mar gris e inhóspito, ni Maria “Cabiria” nos hubiera mirado a los espectadores recordándonos que las películas se acaban, pero la vida sigue.
Dice el Burgomaestre: “No existen los finales felices, sólo los comienzos son felices”. El caso es que a los espectadores de cine nos gustan los finales felices. Esta es una realidad incontrovertible que cualquier productor cinematográfico podrá certificar hasta por escrito. Es así. Nos gusta pensar que cuando Charlot nos da la espalda y se aleja (acompañado o en soledad) dejándonos tirados en el patio de butacas de vuelta en el mundo real, lo hace para afrontar nuevas peripecias con buen ánimo y que saldrá bien librado de ellas y hasta que encontrará la felicidad. No son los finales del Pequeño Vagabundo los paradigmáticos de lo que se conoce como “happy endings”, pero me sirven para ilustrar la idea de que cuando acaba la película, algo distinto comienza. Y es eso lo que puede ser feliz o queremos creer que así será. Por lo común, en las películas, dos amantes vencen los obstáculos que impedían su amor justo antes de que alguien coloque el rótulo con el “The End” delante de su apasionado (y largamente postergado) beso. Entonces nos levantamos de nuestra butaca y confiamos en que se apañen con sus vidas de la mejor manera posible. La película ha terminado, pero no ha sido el final lo que ha sido feliz, la felicidad se encuentra más allá del comienzo que acabamos de presenciar. Lo mismo daría (por poner un ejemplo temáticamente bien alejado) hablar de un grupo de paracaidistas que consiguen destruir una fortaleza enemiga infiltrándose por los pasadizos del castillo. Es posible que los últimos fotogramas muestren a los héroes recogiendo una medalla y eso nos permita considerar que aquel ha sido un final feliz, sin atender a que seguramente los héroes sufran de vuelta a casa las devastadoras consecuencias de la traumática experiencia bélica.
Dice el Burgomaestre: “Los protagonistas de una película tienen una cita ineludible con el final del film. Raramente llegan demasiado tarde o demasiado pronto”. Sin embargo, en ocasiones, algunos cineastas han vislumbrado la posibilidad de explicar este curioso fenómeno forzando alguna asincronía. Joseph Cotten, al final de “El tercer hombre”, sufre el plantón más glorioso de la Historia del Cine, probablemente, por intempestivo. Es el del film de Carol Reed un final fatalista, cuyo romanticismo radica en la ingenua esperanza de Cotten, sostenida por muy etéreas fibras emocionales, todas suyas. Quizá no ha sido oportuno. Quizá ha llegado a destiempo. Más claro aún es el ejemplo de “El graduado” (1967). Mike Nichols podría haber terminado su película apenas unos instantes antes y habría dado al público el final feliz que esperaba obtener por el precio de la entrada, pero, permitiéndonos seguir a los protagonistas unos pocos minutos más, el final de la película queda convertido en un comienzo incierto. No se han encendido las luces de la sala aún, y ya se empieza a apagar el brillo del triunfo ensombrecido por la duda. El pequeño Dustin ha llegado a tiempo, pero la película aún no se ha acabado y ni él ni su reconquistada pareja parecen saber ya qué será de ellos.
Grandes finales del cine, que están en la mente de todos los aficionados y que valoramos como sublimes por su capacidad para emocionarnos, como los de “Las noches de Cabiria” (Fellini, 1957) o “Los 400 golpes” (Truffaut, 1959), podrían haber sido finales mucho más convencionales y placenteros de haberse interrumpido apenas unos pocos minutos antes y Antoine Doinel no hubiera congelado su mirada dando la espalda al muro infranqueable de un mar gris e inhóspito, ni Maria “Cabiria” nos hubiera mirado a los espectadores recordándonos que las películas se acaban, pero la vida sigue.
Grandes finales del cine, que están en la mente de todos los aficionados y que valoramos como sublimes por su capacidad para emocionarnos, como los de “Las noches de Cabiria” (Fellini, 1957) o “Los 400 golpes” (Truffaut, 1959), podrían haber sido finales mucho más convencionales y placenteros de haberse interrumpido apenas unos pocos minutos antes y Antoine Doinel no hubiera congelado su mirada dando la espalda al muro infranqueable de un mar gris e inhóspito, ni Maria “Cabiria” nos hubiera mirado a los espectadores recordándonos que las películas se acaban, pero la vida sigue.