Cada vez que se habla de “comercialidad” en los tebeos (y, en general, en la cultura) no puedo evitar esbozar una sonrisa. Me divierte la reiterada machaconería de los que defienden este mantra de lo “comercial” asociando ese concepto a determinados esquemas bien reconocibles, para terminar restringiendo el término “comercial” a una serie de tópicos elementos de género. Y me divierte, todavía más, como el público, ése que de verdad tiene que definir y dar sentido a ese término, hace lo que le da la gana y adjudica la etiqueta de “comercial” a las creaciones más inesperadas, demostrando día sí y día también que es una etiqueta que sólo se puede poner a posteriori, nunca a priori. Algo que bien saben los editores, aunque muchas veces se tapen los ojos: si de verdad supieran qué es “comercial”, estarían forrados. La realidad es que la industria cultural funciona desde hace años por un procedimiento que se podría resumir en disparar a ciegas lo más aleatoria y rápidamente posible y, si suena la flauta y se da en el blanco, a mogollón a por eso. No existe bola mágica ni carta astral computerizada que pueda predecir qué se venderá, por lo que la resignación de la industria cultural es aprovechar y ordeñar cada éxito hasta la exageración y el aburrimiento: ¿Que tiene éxito una adaptación al cine de un cómic de superhéroes? Pues siéntense y esperen que lleguen 80 más. ¿Qué los vampiros adolescentes llenan salas? Pues nada, nada, a revivir todo el monstruario clásico en versión adolescente. Lo curioso es que la última de Woody Allen es una de las películas más taquilleras del año y los productores parecen mirarlo como una especie de aberración….”¡pero si no es ‘comercial’!” parecen decir. Pues oigan, sí, sí que lo es…
El tebeo, hermana pobre de esta industria, sigue a pie juntillas esta máxima y, quizás, la exagera todavía más en su corta medida de posibilidades. Sirva como ejemplo claro de este comportamiento lo que podríamos llamar “el efecto Persépolis”. Una editorial francesa independiente saca al mercado un título que reunía todas las premisas para ser “anticomercial”: dibujo naif (“malo”, según los supuestos cánones del dibujo de historieta), temática autobiográfica, reflexiones sociopolíticas y sobre los problemas de la mujer en Oriente Medio… En teoría, vendería los ejemplares de los familiares, con suerte. Pero la realidad es terca: bombazo mediático, múltiples ediciones con éxito de ventas, traducciones a varios idiomas… ¡Hasta película de dibujos animados!
Persépolis se convirtió en un estandarte de esa nueva concepción del tebeo de autor para adultos que se potencia con la novela gráfica, rompiendo barreras continuamente y demostrando, ante todo y sobre todo, que el lector no es tonto y no quiere simple soma cultural de fácil deglución, que también quiere obras diferentes y las aprecia. Pero también demostró esa particular forma de entender el mercado de la industria cultural: durante los meses siguientes las estanterías se inundaron de obras, a ser posible firmadas por autoras, que trataban temáticas autobiográficas (o no) con tintes exóticos.
Pero sería injusto pensar que la única razón es ésa en este caso particular. Es verdad, y eso es innegable, que este particular género a medio camino entre lo periodístico y la confesión personal encuentra en la historieta un medio ideal: frente a la exactitud documental de la fotografía o la síntesis obligada de la televisión o cine, la historieta aporta al lector una experiencia distinta mucho más rica. El dibujo establece una interpretación previa que descubre al lector una serie de emociones que la fotografía oculta en la infinidad de información pura y dura, establece un foco que favorece una conexión mucho más rápida entre mensaje y lector. Y la lectura de la historieta favorece la reflexión mucho más que la imagen en movimiento, es un medio dominado por el lector a su antojo, pudiendo detenerse en aquellos momentos que exijan una mayor profundidad, volver atrás y repensar lo leído, implicarse mucho más en lo reflexionado. En ese constreñido corsé que definía la historieta sólo en el ámbito infantil y juvenil, esta puerta abierta suponía para los autores un soplo de aire fresco y una guía clara para escapar del encasillamiento aprovechando el reconocimiento mediático que estaba obteniendo la obra de Satrapi.
El problema es que ambas situaciones se dieron a la par, tanto el ordeñado industrial como la expansión autoral. Es lo que ocurre habitualmente en la industria cultural, cierto, pero la ventaja que tiene el consumidor en otros medios es la existencia de una crítica sistemática que le ayuda a separar el grano de la paja. Algo que, por desgracia, todavía no ocurre en el cómic: la crítica sigue relegada al ámbito de la vocación personal, que alcanza un grado de profesionalidad y calidad excelente pese a su amateurismo, pero que no puede llegar a ese grado de análisis sistemático y exhaustivo del mercado que tienen otras formas culturales por obvias razones económicas. Aunque también es cierto que quizás ya no tenga sentido reivindicar esa función para la crítica y se deba apostar claramente por la fuerza de las redes sociales como nuevo actor de esta tarea de criba cultural. Quizás más que críticos, lo que hace falta es que el tebeo encuentre lugares propios estilo Filmaffinity o Entrelectores, que podrían ser la evolución natural de foros como el activo PAMMHG!
Mientras no exista esa criba, el “efecto Persépolis” puede tener como consecuencia lógica que muchas obras puedan pasar desapercibidas a un lector que automáticamente pone esa etiqueta ante cualquier obra pueda englobarse dentro de esa clasificación, más si en un periodo corto aparecen varias obras de temática similar, como acaba de ocurrir con la publicación de El coche de Intisar, de Pedro Riera y Nacho Casanova, Crónicas de Jerusalén, de Guy Delisle o El paraíso de Zahra, de Amir y Khalil.