De Isabel y Fernando, el espíritu NO impera…(A Jose Ignac...

Publicado el 19 octubre 2013 por Eugeniomanuel

De Isabel y Fernando,el espíritu NO impera…


(A Jose Ignacio Frontaura Basterra, excelente conversador.)

El día 16 de noviembre de 1.932, Ortega y Gasset pronunciaba en las Cortes de la II República un interesantísimo y controvertido discurso sobre la autonomía catalana. Ortega define a la parte más extensa de su disertación como “doctrinal” y, cuando pronuncia la frase: “Con ello desemboco en la tercera y última parte de mi discurso”, la transcripción  deja la siguiente  constancia: (el auditorio respira animoso cuando oye que el orador anuncia que en su discurso comienza la vertiente de descenso)

José Ortega y Gasset

Personalmente no me siento en total acuerdo con D. José pero, como lo cortés no debe quitar lo valiente, admito que me regocijo con la calidad del verbo del orador aunque, en su conjunto, lo que me inspire es que aquí somos todos diferentes y que, cualquier intento de vestir a estos pueblos ibéricos con  una uniformidad nacional, está condenado al fracaso aunque quién lo defienda sea, nada más y nada menos, que D. José Ortega y Gasset quién, por supuesto, no obliga, sino que razona en el citado discurso.

No hace mucho que un amigo me comentaba que España fue antes imperio que nación y, a tal criterio, sólo tengo que oponerle que ni siquiera fue imperio. Carlos I llegó a dominar territorios, pero no tuvo una Administración común o ni siquiera tuvo una Administración; ya fuera por el gran inconveniente (para la época) de las enormes distancias territoriales, ya fuera por la falta de financiación (demasiado tenía Castilla con alimentar sus campañas militares y sobre todo la egocéntrica disputa con su primo José I de Francia, por ser coronado Emperador del Sacro Imperio) ya fuera por su enorme deuda con los llamados banquero de Carlos V por algún historiador o por su propia incapacidad política, el emperador nunca  tuvo un imperio porque ni siquiera tenía una nación que fuera metrópolis ordenada de ese imperio. Lo único que tuvo fue una colección de territorios conquistados e inconexos.

Escudo de Isabel y Fernando de 1.941.
Todavía falta  GRANADA

Las sucesivas ideas de unidad hispana parten todas de la España imperial y, al quedar aquella en nada, España no pasa de ser una entelequia. El impulso de la Generación del 98 no resultó suficiente porque era de ilustrados en un lugar en el que, no creo que haga falta argumentarlo, siempre hubo ilustrados pero jamás ilustración. Aceptando esto, podemos concluir en que lo único que, de verdad, nos une, es la subyugación ante una serie de intereses de castas opresoras, de conquistadores a los que define el nombre de España. La unión de la nobleza es forzada por Isabel la Católica a cambio del aceptado ofrecimiento de prebendas, sin que con esa egoísta ambición dejara de tener una connivencia importantísima el apoyo de la religión católica, que promovería los crímenes de los tribunales de la Santa Inquisición (era ella misma) y con la llamada evangelización y conquista de América. Creo que podría ser un criterio aceptable el que pueblos de distintos orígenes se unieran en base a unas circunstancias que formalizaran una fuerza centrípeta entre ellos y creo que toda imposición de unidad genera, por reacciónun sentimiento centrífugo. Es cierto que estamos obligados a compartir una historia, la misma que tienen que compartir los pueblos de América latina e incluso Portugal o los Países Bajos y, sin embargo, ellos tienen su soberanía, luego lo que compartimos es una historia obligada. También es cierto que muchos de los territorios tengamos una lengua aproximadamente común, pero también la tienen Francia y Bélgica, luego el idioma no puede ser considerado un hecho diferencial definitivo de la nacionalidad, sobre todo cuando ha sido impuesto a costa de la masacre de las culturas preexistentes.
En esta tesitura, la resultante es que los territorios ibéricos (con las disculpas a Portugal) se planteen sus particularidades, pero no ya como diferencia cultural o de otro tipo, sino como liberación de un secular avasallamiento durante el que nunca faltó la floración de efectos independentistas y, mientras más se alargue la solución del problema, no ya de Cataluña, de Euskadi, de Galicia o de Andalucía, sino del conjunto de todos los pueblos, con mayor fuerza se manifestará la animadversión hacia el significado de España, porque la conciencia individual se fortalece en la medida en que aumenta la cultura, posibilitándose la toma de identidad. Obviamente la solución no puede pasar, a mayor o menor plazo, por otro camino  que por el de la necesidad de devolver a cada cual, ni más ni menos, que aquello de lo que quiso apoderarse España.
El problema surge al considerar la devolución unilateral del patrimonio sustraído a una población genuina. España se encuentra actualmente blindada por la Constitución de 1.978, a la que llamaría, sin remilgos descarriantes, la Constitución franquista o la del miedo. Una dictadura no puede jamás dar a luz a una democracia sin dolores de parto y a ese fenómeno imposible fue a lo que quiso llamarse Transición española, vendido internacionalmente como milagro y ejemplo de la madurez política de los españoles. Puedo recordar una rueda de prensa de Rodolfo Martín Villa en la que, como respuesta a un periodista extranjero al respecto de si después de cuarenta años de dictadura los españoles estaban preparados para la democracia, el prepotente Ministro del Interior respondía: “los españoles somos alumnos muy aventajados”. También se puede citar una anécdota en la que el Sr. de Borbón inquiría a Santiago Carrillo de la siguiente forma: “¿Por qué no le llama Ud. a su partido Real Partido Comunista de España?” Dicen que para muestra un botón basta y he aludido a dos: en primer lugar no había nada a lo que habituarse porque poco se iba a cambiar intrínsecamente ya que, si bien el aspecto exterior cambiaba, el predominio de una casta y de las ideas básicas seguían manteniéndose y sobre los derechos a las autonomías prevalecía el corsé de la sagrada unidad de la patria común e indivisible de todos los españoles, del predominio de la religión católica (antiguo bastión de la unidad) y de la Jefatura del Estado de carácter hereditario encarnada en un sucesor del dictador. Poco aventajado había que ser para tan poca cosa. En segundo lugar, las fuerzas de la izquierda no desempeñaron el papel opositor que les correspondía, de manera que podemos decir que todo se hizo a gusto de rey. No es aventurado concluir en que este blindaje no nos sirve para el momento actual, no nos ha servido en el pasado ni nos servirá en el futuro, ya que cuando las bases son falsas no pueden esperarse conclusiones certeras.
Hace unos días, el Sr. Aznar, se posicionaba como abanderado de la unidad española  frente a las intenciones secesionistas de algunos territorios peninsulares e incluso de la siempre olvidada Canarias. Tal reacción se producía sin posible respuesta, sin dar lugar a la deliberación que debe ser fuente de toda luz;  presentaba a España como una unidad tal y como está y porque sí, de forma  que lo que pedía para el pretendido conjunto nacional era, ni más ni menos, lo que negaba para el resto de los territorios que reclaman su nacionalidad. Tal planteamiento, además de irracional, es tan egoísta que difícilmente resiste el envite de una discusión que pueda pretender ser democrática, luego nos situamos de nuevo ante una imposición que socava cualquier cimiento consistente y que, a la postre, no es viable sino por el camino de la fuerza, que jamás perdura ni se impone al de la razón.
¿Tendremos que sentir, con D. Antonio Machado, la existencia de las dos españas con la espada de Damocles de que una de las dos venga a helarnos el corazón? Parece que sí. Existe una España oficial que afecta a una clase privilegiada, gubernamental y añorante de pasados no precisamente gloriosos, como nos quisieron hacer creer y una España real distante, una España de a pie, pobre, sufridora de desmanes históricos y presentes y, por lo tanto, ajena al sentimiento de patriotismo que a la fuerza se pretende. Esta España se identifica con sus particulares hechos diferenciales  que afectan a sus territorios, ya sean de carácter lingüísticos, histórico, geográficos o de simple marginación ancestral.

Henry Kamen

El historiador Henry Kamen, en un reciente artículo publicado en el diario “El Mundo”, me hace volver, irónicamente, al discurso de Ortega al plantearse la posibilidad de una Cataluña británica en razón al asedio franco-español de 1.714 y al abandono de los británicos en aquellas contiendas. Según Ortega la inestabilidad de una parte de Cataluña en cuanto a la pertenencia a un estado, es una característica poco menos que endémica, por lo que el problema catalán era algo que no tenía solución y se estaba condenado a vivir con él. La cuestión, aparte ironías más o menos ingeniosas, es que el problema catalán ya no es sólo de Catalunya, sino de muchos pueblos del Estado Español que no se reconocen bajo la batuta del director de orquesta de Madrid.
La solución, en mi criterio, no está en ironías ni en considerar menudencias las inquietudes nacionalistas, sino en reconocerlas, dando por hecho que el asentamiento de la llamada nacionalidad española, tal y como se plantea en estos momentos, carece de sentimiento genuino para mantenerlo. Cabe la posibilidad de que una declaración de independencia contraria a la Constitución de 1.978, al estilo de Artur Mas, provoque la intervención del estamento militar que ha jurado defender a esa Constitución, defender a España de sus enemigos exteriores e interiores y prometido al rey que, según el mismo texto legal, no podemos olvidar que es el Jefe supremo de las Fuerzas Armadas.  Nada más arcaico y terrible podría suceder. La declaración unilateral no es recomendable porque sería una justificación para acabar con el Estado de las Autonomías, retrocediendo aún más en las libertades.
El espíritu de toda ley, considerada como herramienta para la regulación de las relaciones  humanas, radica en su adaptación a la costumbre, en el ser consuetudinario, si la ley va por detrás de los avances en el modus vivendi, se convierte en un obstáculo para el desarrollo y para la democracia. Esta es la causa por la que la Constitución de 1.978 no puede permanecer intocable (salvo en lo que ya lo ha sido por intereses parciales y puede que espurios) porque ya no expresa la voluntad de una gran parte de los ciudadanos y ciudadanas. La situación pide la consulta popular acerca de la forma de Estado y se hace innegable el serio planteamiento de la III República que el pueblo pide en las calles siendo un clamor al que, hacerle oídos sordos, resultaría a la larga suicida.  La posibilidad de reducir al recuerdo a la institución monárquica, recuperando la soberanía del pueblo en contra del vasallaje siempre debido a un rey por más constitucional que se diga que sea y que, escandalosamente, nos ha llevado a la desconfianza hasta del Poder Judicial,  por las controvertidas actuaciones judiciales respecto a miembros de su real casa, siendo, para mayor agravante, en nombre de S.M. el Rey en el que los jueces y tribunales imparten la justicia, sería, en estos momentos, de puro absurdo ignorar.Únicamente este camino, dentro de la vía pacífica, convertiría a toda intervención en contra la voluntad libremente expresada de los ciudadanos y ciudadanas en absolutamente ilegal e imposible de ser apoyada por actitudes reaccionarias desde el exterior.
El advenimiento del nuevo Estado tendría que reconocer el derecho de los pueblos a su autodeterminación, decidiéndose libremente y por cada uno de ellos la confederación de los mismos. Esto, y solamente esto, sentaría bases sólidas y principio histórico para defender un bloque nacionalista español, en la misma medida en que podría definir la nacionalidad, confederada o no, de cualquiera de estos pueblos de la península Ibérica y territorios insulares. Empeñarse en el inmovilismo es cerrar los ojos a que el “espíritu de Isabel y Fernando”, es decir, de sus capitulaciones matrimoniales, nunca ha imperado a no ser por la fuerza y a que, siendo tan necesaria la sangre, resultaría una estúpida crueldad derramarla “por la sagrada bandera”.Eugenio Manuel Díaz HerezueloخينيومانويلدياساِريسويلوOctubre de 2013