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No voy a negarlo, hace unos años era la típica niña listilla. Me gustaba ir al colegio, siempre tenía respuesta a todo lo que me preguntaban los profesores y, en el caso de que cometieran algo que pensaba que era una injusticia, allí estaba yo con el dedo en alto gritando “¡no pasarán!”.
De niña resabida pasé a joven promesa, sí, la verdad es que no tenía que hacer mucho esfuerzo para sacar buenas notas ni en el instituto, ni en la universidad. Casi nunca me fugaba, pensaba que con ir a clase adelantaba mucho trabajo y me ahorraba muchas horas de estudio y luz de flexo. Con ir a clase y leer y organizar los apuntes, adquiría el conocimiento suficiente para pasar los exámenes sin problema. Una tía mía siempre me decía al acabar el curso: “No te creas que el próximo va a ser tan fácil, te vas a tener que esforzar más”. Llegaba el siguiente año y nada, más de lo mismo. Esta niña va a llegar lejos.
Al comenzar mi etapa laboral, también me fue bastante bien, lo cierto es que casi siempre he tenido trabajo, unos mejor pagados que otros, con contrato y cotizando o en la economía sumergida; pero la realidad es que me divertía y me divierte lo que hago. Lo que ocurre es que después de mucho pensar, de darle varias vueltas a mi vida, he llegado a la conclusión de que me he convertido en una pringada…
Me explico. Me levanto a las seis de la mañana cada día para ir a lidiar con gente que ni me va ni me viene, dedico mis energías a pelear por los intereses de un ente empresarial sin alma ni remordimientos; para llegar por la noche derrotada a casa y sin ganas de mover un dedo.
No leo, no voy al cine, no salgo a cenar, no charlo con mis amigos… Es deprimente y entonces hago balance: paso 11 meses al año, con sus 220 días y sus 2.640 horas laborales, trabajando para poder disfrutar el resto del tiempo, esos 20 días de vacaciones y esos 52 fines de semana de vida plena en la que me dedico a lo que realmente me gusta, a lo que me enriquece y me hace mejor persona. Y entonces me pregunto ¿merece la pena?