De la Borda el Vilar a los refugios de Les Comes de Rubió y el Pla de la Font

Publicado el 27 julio 2017 por Benjamín Recacha García @brecacha
El refugio del Pla de la Font, un puntito rodeado de montañas imponentes.  Foto: Benjamín Recacha

“Quién me ha robado el mes de abril” cantaba Joaquín Sabina. No es que a mí me lo hayan robado, pero con la velocidad a la que se suceden las semanas, he ido posponiendo la crónica de los tres días estupendos que pasamos durante las vacaciones de Semana Santa en la Borda el Vilar, una casa rural aislada a más de 1.300 metros de altitud, en el municipio de Soriguera, en pleno Pirineo de Lleida.

Era la segunda vez que la visitábamos; la primera Albert tenía dos añitos, y tanto los paisajes como la calidad de los servicios y, sobre todo, el buen recuerdo que nos dejaron sus propietarios, Manela y Maurici, y Lila, la simpática perra pastor, nos llevaron a guardarla entre los lugares a revisitar. Buena decisión, sin duda.

La Borda el Vilar se ubica en una ladera, junto a un robledal.   Foto: Benjamín Recacha

Aunque se trate de una borda aislada, en realidad resulta muy accesible, desde la carretera N-260, en pleno descenso del puerto del Cantó, a un cuarto de hora de Sort, hervidero de actividad en cualquier época vacacional. El emplazamiento de la casa es espectacular, junto a un robledal, en el límite del Parque Natural del Alt Pirineu, con vistas inmejorables para saciar el apetito de naturaleza. Los desayunos (deliciosos) en ese comedor donde una de las paredes es una enorme vidriera que se asoma a las montañas forradas de verde saben a gloria.

La tarde que llegamos dimos un paseo por los alrededores, deseosos de respirar alta montaña. Albert aceptó a regañadientes, pues, aunque le encanta hacer de cabra montés, su objetivo inmediato era confraternizar con Lila y los dos gatos de la casa. A la vuelta pudo hacerlo, y durante los días siguientes se hizo poco menos que inseparable de la perra, encantada de recibir mimos y atenciones, y de tener un nuevo compañero de paseo.

Nuestra primera visita a la Borda el Vilar, en 2011. Albert y Lila, seis años después. Foto: Benjamín Recaacha

Manela no dudó en “fichar” a nuestro hijo como cuidador temporal de Lila. Salieron a pasear los tres, le enseñó a cepillarla y a colocarle los collares… pero no sólo eso, sino que incluso el penúltimo día se lo llevó a la cocina como ayudante de pastelero y prepararon unas monas de Pascua deliciosas.

Manela, la cocinera, y Albert, su ayudante, muestran sus creaciones.   Foto: Lucía Pastor

Manela e Maurici son anfitriones ideales; personas sencillas que cuidan de su casa y del entorno natural, y que procuran que la estancia de sus huéspedes sea lo más agradable posible. A primera vista pueden parecer reservados, pero siempre están dispuestos a aconsejar una buena ruta y a explicar cualquier detalle que nos llame la atención. La manera tan familiar como trataron a Albert, un niño curioso por naturaleza, siempre abierto a nuevas propuestas, para mí marca la diferencia entre que un alojamiento se quede en agradable o se convierta en inolvidable.

Desde que somos padres hemos tenido la suerte de visitar unos cuantos alojamientos rurales (menos de los que nos gustaría), y aquéllos de los que guardamos mejor recuerdo, a los que cuando la situación económica lo permite regresamos, son los que reciben a los niños como lo que son, personas con inquietudes, y no como anexos inevitables, más o menos molestos.

La Borda el Vilar, sin duda, pertenece al grupo de los imprescindibles. Y más después de disfrutar de las deliciosas cenas que preparan, siempre con productos frescos de temporada y de proximidad (tan próximos que el huerto de la casa es uno de los principales proveedores).

Pero vayamos con las excursiones. Las dos que hicimos fueron sugerencias de Maurici y Manela. Teníamos la idea de visitar el Parque Nacional de Aigüestortes i Llac de Sant Maurici. Hacía años que no íbamos, pero en Semana Santa la ruta principal, la del lago de Sant Maurici, se convierte en un reguero de excursionistas, y teniendo en cuenta que para acceder al parque hay que dejar el coche en Espot y contratar el servicio de 4×4, optamos por otros parajes menos concurridos.

Nieve y granizo

El sábado subimos hasta Rubió, el pueblo habitado más alto de Catalunya, a casi 1.700 metros, casi en la cima del puerto del Cantó. Allí aparcamos y tomamos la pista de tierra que conduce al refugio de alta montaña Comes de Rubió, a 1.980 metros de altitud, ubicado en el macizo del Orri.

Las aguas fluyen alegres gracias al deshielo. Foto: Benjamín Recacha Parada en el camino hacia el refugio de Les Comes de Rubió. Foto: Benjamín Recacha

Es un paseo muy cómodo de unos cinco quilómetros, que discurre entre bosques de pino negro, y en paralelo a un saltarín torrente de montaña, que en abril fluía espléndido gracias al deshielo. Enseguida encontramos placas de nieve y hielo en medio del sendero, y a medida que ascendíamos su presencia se hacía más frecuente, para alegría de Albert y (por qué no reconocerlo) de sus padres. Las laderas boscosas albergaban aún grandes cantidades de nieve, incluso en las zonas de más incidencia del sol.

Conforme nos acercábamos al refugio, el paisaje se fue abriendo, dejando a la vista un amplio valle surcado por numerosos arroyos que confluían y volvían a separarse.

Los arroyos juguetean en su descenso desde el macizo del Orri. Foto: Benjamín Recacha Las placas de hielo y nieve, un entretenido obstáculo. Foto: Lucía Pastor

Llegamos a las Comes de Rubió con el cielo cada vez más gris y nos sentamos a comer los preceptivos bocadillos en las mesas de madera que hay en el exterior, ya con las primeras gotas cayendo. Cuando acabamos nos metimos en el refugio (muy acogedor, por cierto) a tomar un café, y de paso resguardarnos, porque fue entrar y empezar a llover a mares. Y a granizar. Tanto, que al poco rato la pradera estaba blanca.

La granizada transformó el aspecto del entorno del refugio de Les Comes de Rubió. Foto: Benjamín Recacha El granizo acumulado en muy poco rato se sumó a los restos de nieve. Foto: Lucía Pastor El paisaje nuboso también tiene su encanto. Foto: Lucía Pastor

Merendamos, jugamos a los juegos de mesa que el personal del local nos dejó, y esperamos a que amainara. No tenía pinta, y la previsión empeoraba conforme avanzaba la tarde. Así que en un momento de pausa de la granizada decidimos arriesgarnos… y tuvimos suerte, porque durante todo el camino de vuelta apenas nos mojamos, y disfrutamos de la espectacular transformación que había experimentado el paisaje producto del granizo acumulado.

El pueblecito de Rubió y su entorno, blanqueados por el granizo. Foto: Benjamín Recacha Prueba gráfica de la intensidad de la granizada. Foto: Benjamín Recacha

Al llegar al coche, una capa de hielo de un par de centímetros de grosor decoraba el parabrisas. Más que granizar, parecía que hubiera nevado.

Para nieve, la que veríamos y pisaríamos el día siguiente, camino al refugio del Pla de la Font, desde Les Planes de Son. Una de las excursiones más espectaculares que recuerdo, con unas vistas sobre el Pirineo nevado impresionantes.

El espectáculo de la naturaleza

Iglesia románica de Sant Just i Sant Pastor, en Son del Pi.   Foto: Benjamín Recacha

Subiendo desde Sort, y tras superar la Vall d’Àneu, el acceso al pequeño pero precioso pueblo de Son del Pi aparece a la altura de València d’Àneu. Ahí dejamos la C-28, que inicia ya el ascenso al port de la Bonaigua, y tomamos la carreterita que sale a mano izquierda. Poco después llegamos a Son, donde destaca la iglesia románica de Sant Just i Sant Pastor (siglo XI), y su altísimo campanario de planta cuadrada, tan característico del Alt Pirineu.

De camino al refugio del Pla de la Font, en Les Planes de Son. Foto: Benjamín Recacha

El inicio de la excursión queda a un par de quilómetros, donde acaba la carretera de acceso a Les Planes de Son y el centro de interpretación de la naturaleza MónNatura Pirineus. En teoría, el coche no se puede dejar en el aparcamiento del complejo…

La ruta hacia el refugio del Pla de la Font no tiene pérdida; está perfectamente señalizada con estacas de madera pintadas de amarillo a lo largo de todo el camino. En el “paseo” hay que invertir más de tres horas, y aunque se puede acceder en coche por una pista de tierra, que deja muy cerca, nosotros preferimos hacer piernas.

Sabíamos que probablemente no llegaríamos al final, pues cuando estamos de vacaciones no solemos madrugar, y nos echamos la mochila a la espalda superado el mediodía. Es igual, Manela nos aseguró que disfrutaríamos de las vistas, así que quedarnos más o menos cerca del refugio tampoco era lo primordial.

Felices por poder disfrutar de la naturaleza.   Foto: autodisparador de una vieja cámara digital Sony

El primer tramo, que transcurre por el valle, sirve de calentamiento para lo que vendrá después: un ascenso bastante empinado hasta alcanzar el collado desde el cual el sendero se interna en los bosques de pino negro, bordeando impresionantes moles blancas. Ese primer tramo de cuestas estuvo a punto de desanimar a Albert, cuyo aliciente era alcanzar cuanto antes la nieve. Una vez arriba lo que acabaríamos echando de menos sería tierra firme, porque había nieve para acabar más que saciado.

El Pirineo, siempre adictivo. Foto: Lucía Pastor Las impresionantes moles nevadas nos dan la bienvenida. Foto: Lucía Pastor

Desde el collado las vistas a lado y lado del Pirineo son impresionantes. Íbamos solos, llenándonos los pulmones de aire puro y las retinas de belleza, y nuestro pequeño hijo-cabra, saltando sobre cualquier mancha blanca que apareciera en el trayecto.

Muy pronto, en cuanto nos internamos en el bosque, sólo pisaríamos nieve, en algunos puntos debiendo superar pendientes considerables. Pero en ningún momento corrimos peligro, pues, aunque nos cruzamos con poca gente, los heleros estaban plagados de huellas que nos servían de referencia.

Albert, “remando” sobre la nieve. Foto: Benjamín Recacha

Después de un rato llegamos a unos llanos, a los pies de la imponente sierra que conforman el Cap de la Pala del Teso, lo Teso, la Roca Blanca y lo Pinetó. Sus laderas blancas y rocosas contrastaban con el verde de los pastos y el azul luminoso del cielo. Allí, a la sombra de los grandes pinos, nos paramos a comer. Ya veíamos el refugio, pero aún lejos; quizás a unos 45 minutos. Demasiado justo para llegar, asomarnos al collado que, unos metros más arriba, Manela nos explicó que ofrece una panorámica inolvidable del sector Sant Maurici del Parque Nacional, y regresar antes de que anocheciera.

El Cap de la Pala del Teso, lo Teso, la Roca Blanca y lo Pinetó protegen el refugio del Pla de la Font.   Foto: Benjamín Recacha

Aun así, tras reponer fuerzas, avanzamos un tramo más, lo justo para sorprender a tres hembras de ciervo, que al detectarnos se alejaron rápidamente. Un rato después, en pleno descenso, divisamos a otras tres entre los árboles. Habíamos hecho una parada breve para beber agua y descansar las rodillas y tuvimos la suerte de que no se asustaran de inmediato, con lo que pudimos observarlas con detalle a través de los prismáticos. Es una sensación muy reconfortante poder contemplar a la fauna salvaje en su hábitat.

La excursión, aunque incompleta, fue de las inolvidables. La variedad de paisajes, los animales, la nieve, el buen tiempo y la calma que respiramos en todo momento, y acabarla con una merecida merienda en Son del Pi. La guinda la pondría la deliciosa cena en la Borda el Vilar.

En 2011 sí llegamos hasta el refugio… en coche. Foto: Lucía Pastor

No llegamos al refugio, pero repasando las fotos de nuestra estancia en la zona de hace seis años me he dado cuenta de que entonces sí que lo visitamos. Obviamente, con un niño de dos años, en aquella ocasión subimos en coche. Me ha costado relacionar ambas excursiones porque aquel día estuvo muy nublado; nada que ver con la jornada radiante de este año.

Para la próxima ocasión queda pendiente completar el recorrido a pie. Y la habrá, seguro, porque, como decía al principio, la Borda el Vilar es uno de esos sitios donde apetece estar.

El lunes, después de desayunar, nos volvíamos a casa. Decidí regalar a los anfitriones un ejemplar de El viaje de Pau, cosa que me agradecieron de corazón, sobre todo Manela, lectora voraz, según me contó en la interesante charla que mantuvimos sobre libros y autores independientes.

A cambio, nos obsequiaron con un bote de mermelada de sauco, que preparan ellos mismos y que habíamos probado por primera vez en los desayunos. Resulta que las bayas del sauco tienen múltiples propiedades, además de las culinarias (también la usan como aliño en ensaladas, por ejemplo). Untada en tostadas está muy buena.

Habrá que volver a por más existencias…

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