Originariamente, en las lenguas indoeuropeas, mes y luna se designaban mediante un mismo sustantivo masculino, men; mensis en latín, mene en griego. Mensis, que tiene la misma raíz en latín que metiri “medir”. La Luna mide el tiempo.
La enrevesada luna tiene un movimiento muy complicado, y a algún observador pertinaz -dícese de los astrónomos-, se le debió ocurrir pronto la idea de medir el tiempo aprovechando sus defectos. Si uno se esfuerza en predecir la posición de la luna, que cada día está en un sitio del firmamento con respecto al sol y otras estrellas, me estoy esforzando en diseñar un calendario, en medir el tiempo, en crear ciclos y periodos íntimamente relacionados con fenómenos naturales; movimiento de las aguas, fertilidad de las hembras, buenas siembras y cosechas, maderas más duras para las construcciones y un largo etcétera de prodigios asociados a esa enorme linterna mágica que se enciende, apaga o disminuye de forma cíclica. Solo tengo que esperarla mirando al cielo. De este modo, la luna la puedo emplear en dibujar meses, mientras el sol, como un metrónomo, me dibujaba días.
Hay muchos idiomas en los que luna y mes siguen teniendo el mismo vocablo. Por ejemplo, en checo: měsic; en ruso: месяц; o en turco: Ay. Y seguro que hay muchas más que no conozco.
En la actualidad, todavía nos quedan casos de calendarios lunares; véase el musulmán, en el que el Ramadán es el noveno mes lunar; o el calendario litúrgico de los cristianos, en el que la Pascua es el primer domingo después de la luna llena que sigue al equinoccio de primavera del hemisferio norte.
Aquí encontramos el origen de las palabras “mes” y “menstruación” (del adjetivo menstruus, que deriva de mensis). Hay numerosos ejemplos de metonimia entre estas palabras, como la utilización de mes en español y lune en francés, para referirse al periodo menstrual de la mujer. También men da mon, y luego month y moon para los ingleses. Y cómo no, nos da menisco; esa forma de media luna que toma la superficie de los líquidos o alguna articulación bien conocida.
No se sabe en qué incierto momento se le quita a la Luna sus atributos de medidora del tiempo y se decide realzar su faceta radiante, de una luz que no tiene; esa que todos sabemos desde niños que recibe del sol. El satélite oscuro empezó a llamarse luminoso.
Lo griegos, siempre más acertados en astronomía, utilizaron selene; de selas, σέλας, resplandor; como si ya adivinaran que la luz era prestada. Y los latinos pasan a usar la raíz leuk, blanco y brillante, para derivar en lux, lucere y luna. Y aquí encontramos el origen de palabras como lunar, lunático, plenilunio o lunes.
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Ana Capsir Brasas
“Los nombres de la luna”
(huffington post, 15.06.15)