Hoy conocí a una chica que tenía en su piso tres perros acogidos de la perrera y una señora me dejó pasar en la charcutería. Puedes creer que son dos boberías, pero son detalles que a mí me devuelven un poco de confianza en el ser humano.
Nunca me he sentado con calma a analizar el festival de Eurovisión. Siempre me ha parecido una especie de vestigio de otros tiempos en los que no había mucho más entretenimiento y cada vez que lo veo me sorprende que se siga celebrando, como esas galas en playback de nochebuena y fin de año.
No soy seguidora del festival pero, siempre que echo un ojo a la tele durante el concurso veo un guapito con coreografía, como un Bruno Mars de cartón piedra o una mujer elegante que grita muchísimo como una Celine Dion mosqueada con el de la grúa. No entiendo esas fórmulas. Menos mal que algunos llevan disfraces y cosas raras y que los que montan el espectáculo se curran una parafernalia audiovisual que te mantiene los ojos abiertos.
No obstante, esta vez disfruté de una actuación como nunca esperé hacerlo. Vi a Salvador Sobral, cantante que representaba a Portugal, y escuché una canción preciosa con una sinceridad abrumadora: “Amar pelos dois”.