De la misericordia, que supera todo juicio (Sant 2, 12-13) [II]

Por Zegmed

Recomiendo, antes de seguir, que revisen la respuesta al comentario de Daniel Luna en el post anterior. Me parece que las preguntas que plantea Daniel son las lógicas preguntas que surgen antes el tipo de cosas que he dicho en la entrada anterior. Allí respondo a las objeciones de él y creo que dejo claro lo que, quizá no estaba tan bien explicado en la primera parte de este artículo. Dicho eso, quisiera seguir exponiendo algunos de los puntos centrales del texto.

La reflexión que trato de articular tiene como base la experiencia bíblica, particularmente neotestamentaria, del perdón. Así, pronto Caputo menciona que este no fue nunca pensado para los sanos y, que de hecho, es el mismo Jesús quien prefiere a los enfermos –donde enfermo es una categoría amplia, que envuelve sin duda a los pecadores. El médico no ha venido por los sanos, nos recuerda Mateo en su versión del evangelio (2, 17). Es en este contexto, que Jack Caputo nos recuerda dos ejemplos bíblicos que hacen manifiesto el evento del perdón del cual estamos hablando aquí: el caso del recaudador de impuestos y el del fariseo (Lc 18, 9-14).

En la tradición cristiana, el perdón de los pecados es parte substancial del Reino de Dios, implica la ruptura con el orden causal humano para introducir en él la lógica del escándalo para los judíos y de la locura para los gentiles. Y aquí hay que situar la cuestión en las valoraciones de la época. Un recaudado de impuestos era, básicamente, una de las peores lacras sociales para un judío de la época de Jesús. Se trataba de un miserables que vivía trabajando para los invasores romanos cobrándole dinero a sus compatriotas. Básicamente, vivía del sufrimiento ajeno, al menos en la mentalidad de su tiempo.

Ahora, si ustedes recuerdan la historia, esta inicia con la oración de un fariseo en el templo. “Gracias Dios porque no soy como ninguno de los demás hombres: ni como los adúlteros, ni como los ladrones y, menos aún, como aquel recaudador de impuestos”. El recaudador, que estaba allí cerca, oraba consciente del mal que hacía, se sentía apesadumbrado y lo único que atinaba a decir era, “Señor, ten piedad de mí porque soy un pecador”. Uno puedo interpretar este texto a la luz de la humildad y la soberbia, como en efecto se suele hacer válidamente; mas Caputo sugiere ir un poco más allá (214). Para ello, el autor sugiere una clave de lectura algo más compleja, inspirada, además, en una comprensión más profunda que la que deja ver el propio Lucas quizá por la comprensión errada de este de una parábola pre-lucana que él tan sólo reproduce (véanse las notas 4 y 5 de Caputo sobre el tema).

Esto se sabe poco porque es información medio especializada que no se comenta mucho en las prédicas dominicales, pero contra lo que muchos podrían pensar por la forma en que, Lucas por ejemplo, se pinta a los fariseos, ellos eran personalidades admiradas en la época. De hecho, ellos eran el ejemplo de rectitud y un referente de ortodoxia religiosa y vida moral. Si se tiene eso en mente, Caputo recomienda prescindir por un momento de las líneas previas y finales del texto mencionado para poder ver así la historial pre-lucano (esto es, menos cargada de interpretación post muerte de Jesús). Eso nos conducirá a una historia cuya fuerza es mucho más radical y revolucionaria que la de una lección sobre la humildad religiosa (215). Si vemos el asunto en esa clave, las cosas son un tanto más fuertes que en la interpretación de Lucas. El fariseo no era un hipócrita ni un hombre falso, era un hombre de Dios que cumplía con sus deberes religiosos y públicos y, sin embargo, los ojos de Yahvé prefieren al pecador. Las buenas obras del fariseo no tienen tanto peso ante los ojos de Dios, básicamente, y esta es una profunda enseñanza bíblica, reforzada por Lutero y quizá extremada también por él y los suyos: la salvación no es cosa de los hombres, depende exclusivamente de Dios. El decide cómo y cuándo dar a cada quien. Él paga lo mismo al jornalero que trabaja una hora o el día completo y Él se contenta con la oración contrita y sincera del recaudador tanto o más como con las buenas obras consistentes y conocidas del fariseo. Con esta puesta en escena, las cosas se notan con mayor claridad. De eso se trata el evento del perdón, del absurdo que rondaba la fe cristiana de Kierkegaard, que no era otra que la fe evangélica. El Reino de Dios es su sagrada anarquía.

Así, en la versión de Wilson (Jesus: A life, 1992) que Caputo toma como referencia, el centro de la historia no son los personajes, sino Dios mismo. Aquí el punto no es cómo proceden los personajes; sino cómo actúa Yahvé y Yahvé actúa otorgando su misericordia de un modo que supera todo juicio. Ofrece su amor de modo indiferenciado al pecador y al hombre de bien. Es más, y esto no lo dice Caputo, lo ofrece con preferencia al pecador; porque así como se hace fiesta por el hijo perdido y no por el que siempre estuvo en casa, el Señor se alegra más en el que regresa que en el que siempre estuvo. De hecho, la parábola del “hijo pródigo” a la que hago referencia es un perfecto ejemplo de lo que trato de presentar aquí. Las personas que solemos ir a misa con frecuencia y hace varios años sabemos que está de moda hace tiempo llamar a esta parábola la del “padre bueno” por el tema de la centralidad del amor de Dios. Esto es correcto, pero Caputo introduce un nuevo matiz: más que del padre bueno, conviene llamarla la del “padre pródigo”, porque, en efecto, lo que hay aquí es un derroche de misericordia. No un acto juicioso y proporcionado, sino un exceso. Esa es la misericordia de Dios, la que supera todo juicio.