Es tradición nuestra, reconocida mundialmente, tan arraigada a nuestra alma lazarillesca como la de arrojar cabras - de las payoyas, no de las cuvillas- del campanario o sacar al santo en procesión, la de cargarle el muerto al primer menda que se pone a tiro. El bueno de Manuel Summers hubiera tenido a bien llamar a este arte encasquetomaquia, disciplina artística cuyos cánones se enseñan en la barra del bar. Los maestros trileros, que lucen las cicatrices que dejan los miuras que hay en el talego, entre caña y caña, las enseñan la mar de bien: parar un gachó; templar gaitas con él; cargarle el muerto; y mandarlo por tabaco. A por un cartón de Nobel, a Suecia, por ejemplo.
De un tiempo a esta parte el antitaurinismo ha calado, como un gotero de suero fisiológico -y ecológico-, en el colodrillo del aficionado. Hasta en el del más cabal. La gente que acude al tendido empieza a avergonzarse de los toros. Lo que debiera ser motivo de orgullo se ha convertido en causa de bochorno. La emoción de un domingo de toros la sienten como el indencente viernes noche en el Plus, se creen indignos por obscenos y terminan renegando del género, como los aficionados al cine equis. "Arte" que nadie ve, pero que curiosamente lleva en la parrilla del Canal Plus desde que el Michael Robinson ése dijo de aprender a hablar castellano. Las grandes tertulias van desapareciendo en favor de la charla entre confidentes. Dos aficionados que se cobijan en el rincón de cualquier establecimiento, ya tenga una cabeza de toro colgada o una foto firmada con una choni del Gran Hermano, a hablar del toreo de zutanito o fulanito. Hablando de naturales y estocadas parecen dos de esos delincuentes - el Cheli y el Patillas- que hablan de sus tejemanejes en un bis a bis carcelario. En un país en el que se habla públicamente de cuántas veces un guardia civil se la ha metido a la vecina del quinto, no puede dar vergüenza hablar de toros. Hay que hacerlo, y que nos oigan bien alto. Esta afición nuestra, a diferencia de otras, implica una servidumbre, unas obligaciones, con pagar y pedir no basta. Es obligación del aficionado llevarlo con dignidad y decoro, que la torería no es virtud sólo de toreros, no tiene que ver con una fecha y una alternativa, sino con la pasión y respeto hacia una manera de entender la vida. Más dignidad.
Y es que a uno, que nació en momento equivocado, entre el "poderío" de Espartaco y la patita atrás del Capea antiguo, lo llena de coraje ver como señores que han visto torear a Antoñete, Ordoñez, Bienvenida o Paco Camino, son incapaces de ponerse en el sitio. Son esos que achantan la muí cuando un fulano hace del taburete del bar su atril y comienza a vomitar ecologismos del todo a cien o los que agachan la cabeza cuando ponen en televisión la imagen de un toro vomitando sangre tras una estocada rinconera.
El activismo taurino de estas personas -y de algunas otras- se ha quedado anclado en la afirmación constante de las bondades de los Picasso, Goya, Serrat o Lorca. Hace meses, escudaban su afición tras los capotazos poncistas de uno que se ha hecho multimillonario a base de pegarle puntapiés a una pelota; días después bajo las canciones y desplantes televisivos de un argentino que por lo que se ve vende bastantes discos. Ahora le ha tocado a Vargas Llosa, flamante premio Nobel de Literatura, famoso al a limón por hacerse una foto con la montera de Curro en una habitación de un hotel de Estocolmo.
A servidor la única montera que le hace falta es la que cae boca abajo, cuando Rafaelillo nos brinda a veinticinco mil personas y a mí la muerte de un Miura; me sobra con la felicidad que me embarga cuando veo un toro ir cinco veces al caballo, perdiendo vida y ganando bravura; me siento honrado cuando un matador paga con su sangre el precio de mi entrada; disfruto una eternidad el cachetazo, elegante y fugaz, de un buen puntillero; la media estocada en la misma cruz me lleva, sin pagar peajes ni chismes del tiempo, a la verdad que otorga el blanco y negro; los toros despanzurrándose por el piso me hacen sacar lo peor de mi, que también es otra parte interesante de uno mismo, y por la cual las facultades están llenas de futuros psicólogos; y el toreo al natural, cuando acusa naturalidad, me traslada al Renacimiento, a Florencia, a un Miguel Ángel trazando lineas, dándole al volumen de dos masas antagonistas formas inmortales de belleza.
Todo lo demás sobra, porque es mentira.
Y si no, habría que someter a un tercer grado a cualquier Lars Erik Svensson que te encuentres paseando por Estocolmo, y que se haya interesado por los toros tras ver un premio Nobel con montera. Lo más seguro es que haya bicheado por la red, y que se haya ido a alguno de los dos portales de información taurina, a ver de qué va ese rollo. Se habrá tropezado con un video de un animal, más chico de lo que allí arriba se pensaban que era un toro, bastante más endeble que uno de sus renos -para reno de Santa Claus no valdría-, y al que después de torturarlo y darle paseos detrás de un trapo durante veinte minutos, justo cuando el pobrecito está para morirse y perder de vista a los pesaos del trapo, va y le salvan la vida. Además, el tío que más leña le dió vuelve el día siguiente a visitarlo al corral, que ya hay que tener mala fé.
El Fino, en el Patio de Cuadrillas.
Arjona
Pero el momento cumbre, ése en el que habrá apuntado en la lista de la compra las cerillas para después hacer una hoguera con las novelas de Vargas Llosa, habrá llegado cuando haya visto en una plaza de talanqueras como le perdonan la vida a otro torito faldero. Se habrá dando cuenta, que los suecos chanelan más de lo que la gente piensa, que esto es una guasa. Que tiene que ser una broma, conociendo como conoce de los veranos en Mallorca, lo cachondos que somos los españoles. Que no puede ser que a un tío que va vestido como esos que piden el aguinaldo el dia de año nuevo a las ocho de la mañana puedan llamarlo artista. Ni que le ofrezcan cobijo en el Ministerio de Cultura. Tampoco entederá porque los jovenes quieren ser como él.
Después de recapacitar un rato, por fin lo habrá entendido: esto de la Tauromaquia es una novela. Y de las malas.