Los niños no tienen vergüenza ni la conocen. Se cambian de ropa sin pudor aunque la habitación esté llena de gente, se tiran pedos o eructos si les salen, hacen preguntas sin pensar si es correcto o no preguntar eso, no tienen maldad en sus acciones. En definitiva, son naturales, rebosan naturalidad por todo su cuerpo.
Cuando al Mayor se le cayó su primer diente y esperábamos a la noche la primera llegada a casa del Ratoncito Pérez, me preguntó que qué pasaba si no se lavaba los dientes. Le dije que los dientes se le pondrían malitos (le remití a la serie Érase una vez el cuerpo humano, en concreto al capítulo de los dientes), que se le podrían caer (los de verdad, no los de niño pequeño que se le empezaban a caer ahora) y que, si quería comer algo más que purés, tendría que usar dentadura postiza y eso era un rollo.
Como comprenderéis, aquello de una dentadura postiza como la abuela del perezoso en Ace age, la formación de los continentes, le llamó la atención y le pareció gracioso. Cuando le conté un poco más, ya no le gustó tanto. El caso es que, precisamente aquel día, vimos a mi abuela y ella sí usa dentadura postiza. Movido por la curiosidad que sólo sienten los niños, el Mayor se dirigió hacia ella y le pidió, con toda la naturalidad del mundo y delante de toda la familia (era la época de Navidad) que le enseñara la dentadura y su boca sin dientes. A mi abuela no le molestó en absoluto y lo hizo, satisfaciendo así la curiosidad de mi hijo. Quien sí soltó que vaya ocurrencia, que cómo es que yo no le había parado los pies y demás cosas por el estilo fue mi madre. Pero ése es otro tema.
Mis hijos preguntan que por qué ese señor va en silla de ruedas, por qué las personas tenemos la piel de distintos colores o por qué ese niño tiene una cara tan rara. Lo hacen sin maldad, señalando con el dedo a veces y sin bajar la voz. No quieren ofender, quieren aprender.
Y como se suele decir, todo se pega. A base de pasar vergüenza al principio por esas preguntas algo incómodas para un adulto, se me ha ido quitando la timidez y ahora soy yo la que hace cosas con normalidad que antes me ponían roja. Por ejemplo, ahora voy cantando por la calle al Peque o con mis hijos y ya ni siquiera me fijo en si la gente me mira o no. Cuando vamos por la calle y me hacen ese tipo de preguntas, yo les intento responder con naturalidad, igual que me preguntaron ellos. Y también me da igual si la gente mira o no o si mira bien o mal. Si mi hijo, en plena operación pañal, tiene ganas de hacer pis cuando estamos en la calle, pues con toda la naturalidad del mundo busco un sitio donde pueda hacerlo. Y no pasa nada. Son cosas naturales. Son cosas de niños.
CONTRAS:
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Hay preguntas o acciones en las que me gustaría que fueran más discretos, no voy a negarlo y decir que todo me da igual porque mentiría.
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Entiendo que a una persona obesa le pueda molestar que mi hijo me pregunte que por qué está tan gorda, pero hay que tener en cuenta que los niños preguntan por saber.
PROS:
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Esa naturalidad contagiosa de mis hijos y que yo también tengo cuando voy con ellos, la he cultivado en otros aspectos de mi vida. Aunque vaya sola, pregunto si tengo dudas, no me pongo tan nerviosa si alguien me pide algo que no encuentro en ese momento y demás cosas parecidas.
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Yo estoy diciendo con esta entrada que todos deberíamos ir por la calle eructando, señalando con el dedo o haciendo preguntas incómodas a los demás. Lo que intento decir es que todos deberíamos intentar ser más naturales, creo que estamos (yo me incluyo) demasiado condicionados por el qué dirán y nuestra naturalidad y espontaneidad se ve resentida por ello.
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