Podemos aparentar ser más o menos inteligentes, que no significa que lo seamos, pero no podemos olvidar quienes somos. No es como olvidar las llaves de la casa o el coche, que tarde o temprano aparecen en el lugar más insospechado y te hace preguntar cómo coño han ido a parar allí. Tampoco es como dejarte la luz encendida cuando sales de casa y cuando vuelves te jode saber que la factura de la luz te va a subir en proporción a la tardanza en descubrir tal despiste. Es algo parecido, si cabe, a dejarte la estufa encencida al lado de una manta mientras duerme o cuando fumas en la cama cuando vienes de juerga y te quedas dormido. Fummm. La casa comienza a arder. Extrapolándolo es como si el cerebro comenzara a desconfigurarse por dentro cuando nos alejamos del recuerdo de lo que somos. Ya sé que nunca dejamos de conocernos ni de reconocernos a nosotros mismos. Ni de sorprendernos. Dicen que hasta el caballo más manso se convierte en fogoso inesperadamente. Tal vez cuando recuerda lo que fue y vivió cuando era libre en la pradera. Porque los caballos también recuerdan. Hay cosas que si se olvidan te convierten en un autómata y te hace perder la sonrisa y el sentido del humor. Y tal vez, uno debería preguntarse de vez en cuando si continúa algo de quienes somos ahí adentro, aunque sea oculto de la maleza del asfalto para no ser devorado. Así nace el romanticismo.