El belga Georges Simenon, uno de los grandes maestros de la novela negra europea, tenía una especial capacidad para describir los espacios en sombra de las ciudades, de los pueblos. Las zonas urbanas ocultas tras una autopista, la trastienda de los grandes bloques de hormigón de las modernas urbes, las periferias y descampados, los alrededores semidesconocidos de las vías férreas en la cercanía de las estaciones. Casas bajas con ventans cubiertas de macetas de geranios, pequeños jardines abandonados con bancos ocupados por vagabundos, o por mujeres que descansan al volver de la compra, o por jubilados tomando el aire o el sol, naves industriales, talleres artesanos, tabernas, vida.
Desde que leí El hombre que miraba pasar los trenes hace ya algunos años, he comprobado cómo mi ancestral manía de pasear esas zonas urbanas de tránsito, híbridas, se ha convertido en una obsesión. Esa obsesión se cumple, sobre todo, cuando viajo en tren. En los alrededores de las estaciones, a la salida o entrada de las ciudades, vive una realidad desconocida, oculta.
Título foto: Marita Guijarro mirando el tranvía
Pequeños mundos ignorados a los que la perspectiva del tren en marcha otorga una nueva dimensión y que en muchas ocasiones viven a espaldas de ciudaades que han crecido y se han modernizado, sobre todo, alrededor de las carreteras nacionales. En las salidas de Madrid, en las estaciones de Atocha y de Chamartín esa realidad se prolonga durante varios kilómetros y a lo largo del trayecto que en ellas se inicia, sea cual sea el destino (norte, sur, este u oeste), el viajero puede contemplar numerosas estaciones, no siempre activas, que se nos muestran como microcosmos de un mundo desaparecido. Casetas abandonadas de peones camineros, cantinas sin uso, andenes de firme agrietado por la naturaleza y la ausencia, vagones inútiles desde hace décadas, oxidadas arquitecturas metálicas que, en su día, anunciaron la era industrial, locomotoras muertas, bidones, pequeños vertederos de escombro. Todos esos restos nos hablan de un tiempo en que las estaciones férreas y sus alrededores fueron símbolo de progreso, eran, en cada pequeña ciudad, en cada pueblo, la puerta hacia las grandes ciudades de las que hablaban la radio y los periódicos, la televisión más tarde: un pasadizo a la esperanza, a un mundo mejor. Hoy han dejado de tener esa función: con la salvedad de las estaciones de las grandes ciudades y las de aquellas localidades alimentadas por los trenes de cercanías, España es un extenso territorio lleno de estaciones perdidas en el mundo rural cuyo uso es puramente testimonial. Son arqueologías dispersas en medio de los campos, vigías de trenes semivacíos que pasan, a lo más, un par de veces al día frente a sus ventanales decrépitos.
Citaré dos trayectos que son un ejemplo vivo (¿o semimuerto?) de esa realidad: el trayecto que une las estaciones de Chamartín y de Soria, un trayecto que sólo recorre un tren al día (que, además, tarda tres horas en cubrirlo) y en el que el viajero amante de los trenes puede recrearse de manera sobrada contemplando las estaciones que, huérfanas de viajeros, jalonan su trayecto. El otro trayecto, al que he hecho referencia en una novela como Trenes en la niebla es el que cubría (¿cubre?) el ferrocarril "directo" Madrid-Burgos. Al igual que el Madrid-Soria, sólo le da vida un tren al día, un tren que recorre, entre Chamartín y Somosierra, una sucesión de estaciones en ruinas asediadas y vencidas por la naturaleza y sólo útiles, en las noches de los veranos de la montaña, para alojar amores furtivos, primeros polvos de adolescentes que abandonan, en la noche, el fragor de la fiesta, o paseos al amanecer o al crepúsculo de maniáticos y fervorosos, bichos raros en todo caso, de tales restos.
Si existe en España un paradigma acabado de ese paisaje de ruinas ferroviarias, ése no puede ser otro que la estación de Canfranc. En un lugar inverosímil del Pirineo aragonés se levanta, como un buque fantasma varado entre los montes, un monstruo de la ingeniería arquitecónica del pasado siglo. Tiene algo de inmenso féretro, de testimonio de la grandeza a la que puede llegar el hombre con su inteligencia y su trabajo tenaz. Y de la mediocridad que ha llevado a su abandono.
No lejos de Madrid, junto al puerto de Somosierra, todavía se mantienen en pie los restos de la estación que Franco, en 1965, inauguró. Cerrados a cal y canto, albergando muebles viejos y destartalados, la vieja estación, de arquitectura alpina, de Somosierra-Robregordo parece dormir el sueño de los justos. Un sueño a la espera de una improbable voluntad rehabilitadora.
De esas zonas limítrofes a las estaciones ferroviarias escribí hace tiempo (y seguiré escribiendo, supongo) algunos poemas. La mayor parte está incluida en mi libro De viejas estaciones invernales (Tarragona, 2006). De esa muestra elijo uno de los poemas más queridos, escrito, en su primera versión, en 1992:
Detenido en la noche.
Ciega estación perdida
—y jamás recobrada en este tiempo infame—
entre trigos y adioses.
Una pasión incierta por lo casi ignorado
navegaba en tus ojos, en el raro silencio
de aquel tren detenido en la estación donde la bruma
descendía hacia un río oculto entre los álamos.
Apagadas tabernas a lo lejos, siseos y murmullos,
párpados sorprendidos, chimeneas lejanas,
buscaban en tu mente cobijo y aposento
mientras madre dormía.
Mientras madre dormía, tú, despierto, soñabas
con caminos confusos, tal vez imaginados
en un tiempo improbable.
Andén desconocido, refugio que acogió
briznas de tu existencia
en un pueblo sin nombre y sin orillas.