Por Andrea Slachevsky
Neuróloga, Doctora en Neurociencias, Centro de Gerociencias, Metabolismo y Salud Mental (GERO) y Clínica de Memoria y Neuropsiquiatría (CMYN) del Hospital del Salvador y de la Facultad de Medicina, Universidad de Chile. Autora de "Cerebro cotidiano"
La proporción entre células gliales y neuronas varía en la escala evolutiva, pasando de una por cada seis neuronas en el cerebro de las sanguijuelas, a una célula glial por neurona en el cerebro humano, según los estudios de la neurocientífica brasileña Suzana Herculano-Houzel. Así, el cerebro humano está constituido por 174 mil millones de células cuyo funcionamiento determina sus propiedades y capacidades. Las neuronas y células gliales están comunicadas unas con otras, y su propiedad fundamental es la transmisión de información entre ellas. Cada neurona puede establecer conexiones con hasta 10.000 otras neuronas, y se estima que hay en el cerebro unos 125 trillones de puntos de contacto entre neuronas, llamados sinapsis.
Mediante estas interconexiones, las neuronas y células gliales conforman redes de diferente magnitud y complejidad imbricadas una con otras, desde microrredes, formadas por elementos neuronales contiguos, a macrorredes, en las que interactúan neuronas y células gliales de regiones cerebrales distantes. La enorme cantidad de interacciones posibles entre los 174 mil millones de neuronas y células gliales podría originar una variedad casi infinita de cerebros, cada uno con rutas de conexiones y redes diferentes. Pero tal heterogeneidad no ocurre. Las conexiones entre los elementos neuronales no son aleatorias, sino que se establecen según determinados mapas. El proyecto Conectoma Humano, que estudia la cartografía de las redes neuronales, ha mostrado que las conexiones de los cerebros humanos se organizan según determinados patrones, desde numerosas microrredes a la existencia de tres grandes macrorredes que conforman el sustrato neuronal de las capacidades cognitivas y de la conducta.
La imaginación, que podríamos pensar rupturista, es en realidad limitada, como lo ilustra la descripción de los monstruos del siglo XVI en La lógica de lo viviente (1970), del médico francés François Jacob (1920-2013): “La descripción del mundo vivo del siglo XVI está llena de los monstruos más variopintos… Estos monstruos reflejan siempre lo conocido, no hay ninguno que no recuerde algo, que sea totalmente distinto de lo que puede verse aquí o allá, sólo que no se asemejan a un único ser, sino a dos, tres o más a la vez. Sus partes corresponden a animales distintos. Surge así el monstruo «con cabeza de oso y brazos de mono», el «hombre con manos y pies de buey», el «niño con cara de rana», el «perro con cabeza de pollo», el «león cubierto de escamas de pez», el «pez con cabeza de obispo» y todas las combinaciones imaginables. Los monstruos expresan siempre semejanzas, pero éstas se han convertido en heteróclitas y no se corresponden ya con el juego normal de la naturaleza”.
En suma, la imaginación de lo más aterrador no es la creación de algo totalmente diferente, sino que se parece a un juego de Lego en que combinamos piezas conocidas para crear una realidad nueva, pero dentro del armazón de lo conocido o posible. El respeto de ese marco se repite en el imaginario contemporáneo de las películas con extraterrestres. Por ejemplo, en Plan 9 del espacio exterior (1959), de Ed Wood, ET (1982), de Steven Spielberg, o Mars Attack (1996), de Tim Burton, los extraterrestres recuerdan a los monstruos del siglo XIV, en este caso, variaciones del hombre: cuellos que se alargan, cabezas con diferentes protuberancias y deformaciones o extremidades que se añaden o desaparecen, pero siempre, al fin al cabo, un cuerpo humano deformado. Parece que somos poco capaces de crear algo totalmente disruptivo o diferente de lo conocido, pese a la inmensa variabilidad de lo vivo, en que se han descrito más de ocho millones de especies existentes.
El cerebro enfermo también es un ejemplo de los límites en la variabilidad de la expresión fenotípica, es decir, en cómo se manifiesta la patología cerebral, psiquiátrica o neurológica. Tomemos el estudio de las alucinaciones, un fenómeno que en una primera aproximación puede parecer totalmente anómalo o grotesco: estar convencido de percibir algo inexistente en el mundo externo. Pues bien, las alucinaciones están también presentes en personas sin enfermedades cerebrales. Una encuesta en 31.261 personas en 18 países, publicada en 2015 en la revista JAMA Psychiatry por John McGrath y colaboradores de la University of Queensland de Australia, mostró que el 5% de las personas reportaban haber tenido alucinaciones en ausencia de trastornos de salud mental o consumo de drogas. Un fenómeno que puede parecer a primera vista absolutamente patológico y no compatible con la normalidad —percibir lo inexistente— no es siempre sinónimo de enfermedad.
Pero las alucinaciones en determinadas circunstancias, por su frecuencia o intensidad, por su asociación con otros síntomas o por la incapacidad de distinguir realidad de alucinación, serán una manifestación patológica. El neurólogo inglés John Hughlings Jackson (1835-1911) ya había propuesto en la segunda mitad del siglo XIX que las manifestaciones de las enfermedades cerebrales reflejan una pérdida o exageración del funcionamiento cerebral normal. Los síntomas de múltiples enfermedades neuropsiquiátricas no son creaciones de novo de un cerebro enfermo. En suma, incluso el cerebro enfermo pareciera actuar según determinados patrones.
Por último, exceptuando el reconocimiento facial, en el que sobresalimos al diferenciar variaciones sutiles de una cara a la otra, nuestra percepción del entorno privilegia la detección de generalidades sobre las diferencias. Tal como escriben los cientistas cognitivistas Steven Sloman y Philip Fernbac en The Knowledge Illusion. Why We Never Think Alone (2017), “la mente no está hecha para adquirir detalles de cada objeto o situación individual. Aprendemos de la experiencia para generalizar a nuevos objetos y situaciones. La capacidad de actuar en un nuevo contexto requiere comprender sólo las regularidades profundas en la forma en que funciona el mundo, no los detalles superficiales”. Más aún, existe en el proceso de la percepción una interacción entre la información proveniente del entorno y la representación existente en el cerebro. En su libro En una selva oscura (2019), la novelista estadounidense Nicole Krauss describe de manera acertada el mecanismo cerebral de la percepción: un “flujo de asociaciones y perspectivas almacenadas que [el cerebro] usa cada segundo para llenar los vacíos y dar sentido a lo que los ojos transmiten”.
En suma, parecemos transitar de un gran número de componentes del cerebro con múltiples posibles conexiones a un número relativamente limitado de expresiones conductuales, tanto en la normalidad como en la patología. Además, este gran número de componentes no se refleja en una capacidad de detectar los múltiples componentes del entorno. Al contrario, somos ciegos a la diversidad, privilegiamos las generalizaciones y la búsqueda de patrones que confirmen nuestras ideas preconcebidas en desmedro de la detección de la novedad, minimizando información que ponga en jaque lo que creemos conocer.
***Sin embargo, esos mismos cerebros limitados, “cuya principal función pareciera ser generar coherencia a toda costa”, según Nicole Krauss, interactúan unos con otros, y en este proceso han sido capaces de crear las herramientas que los ayudan a sobrepasar las barreras de cada cerebro individual y enjuiciar las percepciones sesgadas de otros cerebros. Surgen así en la historia humana el arte y la ciencia. La ciencia, a grandes rasgos, puede ser definida como una actividad que crea las condiciones necesarias para cuestionar nuestras percepciones e interpretaciones sesgadas: la ciencia crea condiciones de generación de conocimientos no basados en conclusiones individuales.
Más aún, la ciencia nos ha ayudado a entender el funcionamiento de nuestros cerebros, de nuestros errores perceptivos y de por qué no nos podemos fiar del conocimiento que emerge de cada cerebro individual. Quizás una de las principales virtudes de la ciencia es ayudarnos a cuestionar nuestras certezas: «Ahí reside toda la belleza de la ciencia. Inicias el camino, lleno de asombro y curiosidad, sin saber si te llevará a encontrar la solución del problema que te llevó a iniciarlo», nos dice el escritor israelí Benny Barbash en Little Big Bang (2011).
El arte, por su parte, que puede pensarse como una actividad individual, tiene sentido porque el artista interactúa y crea con otros y para otros, artistas y no artistas, y con toda la historia del arte de la sociedad en que vive. Quizás uno de los mayores logros del arte, más allá de consideraciones estéticas, es lo que expresa el escritor francés Patrick Chamoiseau en La matière de l’absence (2016): “los grandes artistas, las grandes obras, instalan una puerta abierta al horizonte sin horizonte de lo impensable. Y es lo que me parece importante en el gesto artístico. No el significado ofrecido, esa indigencia intelectual que nos tranquiliza, sino verdaderamente una puerta que se abre, que nunca más se cierra, y que nos transmitirá las infinitas energías de lo imposible de concebir”. El arte nos ayuda a derribar las falsas verdades creadas desde la perspectiva única de un cerebro individual.
Los 174 mil millones de neuronas y células gliales parecen aglutinarse en un número limitado de componentes que nos hacen humanos de imaginaciones pobres y expertos en detectar aquello que confirma nuestras creencias. Pero a la vez, esos 174 mil millones de neuronas y células gliales dialogan con otros cerebros de similares características, y este diálogo de múltiples cerebros puede crear las condiciones necesarias para que emerja la heterogeneidad, como si de cierta manera se liberara el potencial de esos 174 mil millones de elementos de nuestro cerebro. Pero, quizás más importante que todo, este diálogo entre múltiples cerebros hace posible el cambio de perspectiva que resulta de la actividad científica y artística.
Por Andrea Slachevsky