De las tinieblas humanas

Por Harendt


A los dioses de la literatura les gustan las coincidencias, comenta en El País [Los caminos de las tinieblas 13/10/2024] el escritor Juan Gabriel Vásquez. A mediados de este año, la editorial que publica mis novelas publicó un libro que no es mío, pero al que le tengo tanto cariño como a los que sí lo son: mi traducción de El corazón de las tinieblas, una de las varias obras maestras de Joseph Conrad. La hice ya hace varios años por encargo del editor Pere Sureda, pero la he revisado con esmero para esta nueva encarnación, y he confirmado que pocas veces he aprendido tanto como tratando de verter al español la prosa dificilísima de Conrad y conociendo, como solo conoce un traductor, los vericuetos de esta novela implacable y clarividente. Conrad cumplió hace poco cien años de muerto, y sus lectores militantes hemos estado hablando de él y de sus libros con frecuencia. Pero en estos días otra conversación se cruzó con estas, también motivada por un aniversario. Y esta es la coincidencia que quiero compartir con mis lectores.

Comienzo con un episodio de espanto. Lo cuenta Maya Jasanoff en su extraordinario libro sobre Conrad: La guardia del alba. Hacia 1891, desesperado porque la explotación libre del Congo no estaba produciendo riquezas suficientes para cubrir la inversión, el rey belga Leopoldo II decidió declarar amplias zonas de su territorio africano propiedad privada. Ya no serían espacios abiertos para que vinieran a explotarlos todos los europeos que quisieran un pedazo de la inmensa industria del marfil, a veces disfrazada obscenamente de misión civilizadora, a veces desnuda en su codicia y prescindiendo de todo disfraz. Ahora la explotación sería privilegio real. Los abogados de Leopoldo II redactaron justificaciones considerando que aquellas tierras africanas eran tierras baldías, con lo cual el rey se podía apropiar legítimamente de ellas y explotarlas como quisiera. Y a eso se dedicó con esmero.

Pronto comprendió la posibilidad de explotar no solo los recursos naturales, sino también los humanos. Empezó a cobrar impuestos a los congoleses; pero los impuestos no podían pagarse con dinero (porque el régimen colonialista había instaurado deliberadamente una economía de trueque), y tampoco podían pagarse explotando la tierra (porque los derechos exclusivos le pertenecían al rey), de manera que el gobierno, en su infinita creatividad, propuso una tercera opción: que se pagaran con trabajo. Impuso entonces un sistema de trabajos forzados en que los agentes del Estado reclutaban por la fuerza a los hombres, y, cuando los hombres escapaban a la selva para evitar el reclutamiento, secuestraban a sus mujeres y a sus hijos hasta que volvieran a someterse. Enseguida, como las infelicidades no vienen solas, los agentes de Leopoldo cayeron en la cuenta de que no solo de marfil vive el hombre: sus nuevos terrenos eran ricos en caucho, un material que Europa estaba devorando a toneladas.

Fue un golpe de fortuna: el caucho rescató la economía colonialista que había estado a punto de quebrar pocos años atrás. Como la extracción era ardua, un esclavismo legalizado se puso en marcha: los impuestos se pagaban con caucho, y el trabajador que no cumpliera con su cuota era castigado brutalmente, a veces con un tiro en la cabeza. Se puso de moda entre los agentes colonialistas cortar la mano de los trabajadores incumplidos y asesinados, pues así llevaban ante sus superiores la justificación de su esfuerzo recaudador, y pronto, para ahorrar balas, comenzaron a cortar las manos de los vivos también. Las mutilaciones se volvieron cotidianas, pero nada de eso se sabía en Europa, y quienes lo sabían miraban para otro lado. Hasta 1902: cuando un tal Edmund Dene Morel, un funcionario cualquiera aquejado de decencia o de mera humanidad, denunció en varios panfletos lo que llamó “Estado esclavista del Congo” y acompañó su denuncia de fotos de jóvenes mutilados. Y la Corona británica decidió enviar a su cónsul, un irlandés llamado Roger Casement, para recabar información sobre las atrocidades. Casement volvió de sus investigaciones cargado de pruebas incontrovertibles del infierno.

Y aquí empieza la coincidencia a la que me refería al comienzo de esta página. Otras de las grandes zonas productoras de caucho era la selva amazónica, y una empresa peruana se había comenzado a adueñar de la explotación en los terrenos fronterizos de Colombia, Perú y Brasil. La casa Arana había descubierto, igual que los colonialistas belgas, la maravillosa posibilidad del esclavismo: reclutaba trabajadores forzados entre las tribus indígenas de la zona, y, con el mismo pretexto civilizador de los europeos, implantó un universo de horror en que los trabajadores tenían que llegar a cuotas imposibles para no recibir castigos inhumanos. El escándalo mundial estalló cuando un ingeniero norteamericano, de viaje por la zona en 1909, vio lo que sucedía y lo denunció. Lo que molestó al gobierno británico no fue tanto la revelación de las atrocidades, sino un titular de prensa: “Un Congo de propiedad británica”. Pues la Casa Arana, también llamada Peruvian Amazon Company, tenía una junta directiva que funcionaba en Londres con miembros ingleses. El escándalo, por lo tanto, era británico también. La Corona decidió investigar las denuncias y le encomendó la tarea al hombre que entretanto se había convertido en su cónsul en Brasil: Roger Casement.

Casement fue a las selvas del Putumayo, recopiló pruebas y presentó un informe demoledor contra la Casa Arana. Y sí, la empresa acabó cayendo: pero mucho después, como un efecto diferido. Entretanto, un hombre que no conoció a Roger Casement hizo su propio viaje a las entrañas de la selva del Putumayo, exploró esos territorios violentos y oyó historias atroces y conoció a sus protagonistas, y luego escribió una novela que era, por lo menos en parte, otro enjuiciamiento de lo que llamó el infierno verde. Era un abogado colombiano llamado José Eustasio Rivera; su novela, La vorágine, contenía varias historias en sus páginas de espanto, pero una de ellas me ha interesado más que otras. Es la historia de un francés que en la novela solo aparece como “el mosiú”: un fotógrafo que anda por la selva tomando fotos de las plantas, haciendo mediciones de los árboles e inventariando insectos. A partir de cierto momento, el fotógrafo comienza a darse cuenta de que los explotadores del caucho son esclavistas, torturadores y asesinos, y comienza a fotografiar las espaldas de los indígenas, cruzadas de cicatrices como los árboles. Decide denunciar las atrocidades, pero sin fortuna: porque los dueños de la explotación se han dado cuenta de sus indiscreciones. El francés, misteriosamente, desaparece.

La vorágine se publicó en noviembre de 1924: tres meses mal contados después de la muerte de Conrad. En este siglo se ha convertido en una de las novelas señeras de la literatura latinoamericana, y los lectores la hemos celebrado de diversas formas. Que hayan coincidido en el mismo año los dos aniversarios, la muerte de Conrad y la novela de Rivera, es apenas una frivolidad cronológica; más interesante es que se comuniquen por caminos tan extraños sus dos mundos: más extraño es preguntarse qué habría pasado si Rivera hubiera conocido a Casement, o si hubiera leído El corazón de las tinieblas. Yo encuentro un misterioso parentesco entre la novela de Conrad y La vorágine: guardadas varias distancias, los dos libros usan la ficción para viajar a esos territorios de oscuridad de nuestras geografías, pero también de la condición humana, y luego regresar para contar lo que han visto. Son como parientes lejanos que se encuentran y dialogan. Y lo que se dicen no deja nunca de merecer nuestra atención: aunque pasen cien años. Juan Gabriel Vásquez es escritor.