De lo mal que se lleva el arte con la realidad (y con la ideología de género)

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Resumen: La cercanía de ARCO era una buena oportunidad para preguntarse por el sentido del arte, especialmente en una época como la actual, en la que, a pesar de que se realicen producciones artísticas tan extrañas, hay un público amplio para ellas.   El crítico literario Arnold Hauser apuntaba a lo esencial del Romanticismo cuando dijo: “(El romántico) consideraba el mundo simplemente como materia prima y sustrato de la propia experiencia, y lo utilizaba como pretexto para hablar de sí mismo”. Pero el Romanticismo no descubrió nada nuevo, todo lo más puso el énfasis –quizás, a veces, excesivo– en algo que caracteriza la labor de todo artista, cuya misión no es la de dar razón de la realidad, ser cronista de lo que pasa, sino la de expresar, dar salida a algo que vive en su mundo interior, traducir a términos manejables una pulsión que partiendo de lo íntimo busca cómo hacerse manifiesta, dar categoría y forma a algo que no existe. De los dos mundos en los que el hombre vive, el mundo real, hecho con la amalgama de todo lo que nos circunda, limita y entra en nosotros por la vía de los sentidos, y el mundo imaginado, que nuestros deseos y propensiones emiten desde antes de que el mundo externo apareciera, el artista decide dar prioridad a este, al mundo imaginado, y dedica sus esfuerzos a conducir sus fantasías informes en la dirección contraria a la prevista por los sentidos: de dentro a fuera, desde lo íntimo hacia la realidad.    El mundo interior y el exterior, lo que exudan nuestras fantasías y lo que impone la realidad, están destinados en última instancia a encontrarse, viven el uno para el otro. No es posible la existencia en un mundo exclusivamente objetivo, hecho de cosas ajenas a nosotros; nuestra intimidad selecciona, recorta y troquela los ámbitos externos en los que prefiere desenvolverse. Tampoco es posible vivir en los vahos del mero ensueño y del puro deseo, puesto que estos están destinados a recubrirse de formas, a encarnar en los trayectos que permite el mundo real: un sueño sirve para algo solo si lo hacemos aterrizar entre las cosas. Quien más se acerca a las formas del puro realismo, aquel que es capaz de sacrificar su yo para vivir plenamente acoplado a su circunstancia, es el deprimido, el que acepta servilmente supeditarse al imperativo que dictamina que “esto es lo que hay”. Y quien, por el contrario, se acerca más al prototipo del que solo habita en sus fantasías es el esquizofrénico, que da prioridad a sus alucinaciones y delirios por encima de lo que quiera imponer el mundo real.    El artista está casi obligado a sesgarse hacia el lado de la esquizofrenia, o al menos de lo esquizoide, y el artista moderno, post-romántico, no solo a sesgarse, sino a incluso abismarse en esa tendencia. El camino de este último lo dejó prefigurado Nietzsche cuando afirmó: “Estamos más enamorados del deseo que del objeto deseado” (también desbrozó del todo ese mismo camino cuando precisamente consumó su locura los últimos años de su vida); es decir, que Nietzsche proclamaba estar más vinculado al mundo interior que emite el deseo que al mundo de los objetos (a la vista del resultado, es evidente que excesivamente vinculado). Novalis señalaba ya en la misma dirección cuando hacía explícitos los supuestos del Romanticismo al decir: “Defino el mundo en la medida en que me defino a mí mismo”. Pero lo que en aquellos tiempos del Romanticismo parecía un moderado, e inevitable en el artista, sesgo esquizoide, adquirió una intensidad máxima cuando irrumpieron las vanguardias artísticas. Y así, también Picasso decía, por ejemplo: “Cuando inventamos el cubismo (Brake y el mismo Picasso), no teníamos la menor intención de inventar el cubismo, sino simplemente de expresar lo que había en nosotros”. Pero de forma aún más concluyente y excesiva, el mismo Picasso se atrevió a proclamar que “cualquier cosa que puedas imaginar es real”. André Breton, máximo mentor intelectual de otro ramal de las vanguardias, el surrealismo, lo siguió dejando claro: “La ideología del surrealismo tiende simplemente a la total recuperación de nuestra fuerza psíquica por un medio que consiste en el vertiginoso descenso al interior de nosotros mismos”. Se estaba abriendo así la puerta (o la caja de Pandora) a que, por ejemplo, Marcel Duchamp imaginara que un vulgar urinario era una “Fuente”, consiguiendo incluso que estos tiempos utópicos aceptaran reconocer esa dictadura de lo imaginario en el arte y elevaran esas producciones hasta la cumbre del arte de vanguardia.

Picasso: "Las señoritas de Avignon" (1907)


   Carl Gustav Jung, quizás el psiquiatra más importante que dio el siglo XX, dedicó un ensayo a Picasso y su obra cuyas consideraciones vienen a corroborar la línea argumental aquí expuesta. Dice en él que “la problemática psíquica picassiana, en cuanto se refleja en su arte, es de todo punto análoga a la de mis pacientes”. Con ello, como es fácil suponer, no estaba haciendo un juicio sobre la salud mental de Picasso, sino valorando su obra artística desde un punto de vista psicológico. Confirma también Jung la idea de que “El arte no objetivo extrae sus contenidos esencialmente de ‘dentro’ (…) El objeto picassiano (…) ni siquiera alude a objetos de la experiencia exterior”. Explica asimismo cómo entre sus pacientes “pueden distinguirse dos grupos: los neuróticosy los esquizofrénicos. Cuando realizan obras artísticas, los del primer grupo suministran figuras en las que se transmite alguna clase de emoción o, cuando menos, hay simetrías o evidencias de algún tipo de sentido. El segundo grupo, el de los esquizofrénicos, “en cambio, suministra figuras que en el acto se revelan como ajenas al sentimiento. En todo caso, no nos transmiten sentimientos dotados de unidad, armónicos, sino sentimientos contradictorios o total ausencia de sentimientos. En lo puramente formal predomina el carácter de despedazamiento que encuentra expresión en las llamadas ‘líneas de fractura’, es decir, una especie de grietas de psíquica recusación que hienden la figura. Esta nos deja fríos o nos espanta o nos produce una sensación de asombro por su desconsideración paradójica que conturba nuestros sentimientos y nos parece horrible o grotesca. Picasso pertenece a este grupo”. De ese modo de expresión ya decididamente esquizofrénico, continúa Jung, lo característico es que “nada halaga al espectador, todo le es esquivo, se le aparta e incluso un rasgo casual de belleza diríase un imperdonable retardo en el desvío. Se busca lo feo, lo enfermizo, lo grotesco, lo incomprensible y lo frívolo, no para expresar, sino para encubrir”.   Uno de los conceptos psicológicos más interesantes y fecundos de entre los creados por Jung fue el del arquetipo de la Sombra. En la Sombra guardamos todos una determinada cantidad, un complejo de energía psíquica que se corresponde con los contenidos del mundo interior antes de que alcancen la luz de la conciencia. Sobreviviendo en ese ámbito de lo inconsciente, de lo no manifiesto, almacena la Sombra nuestras partes más oscuras y temibles, incluso monstruosas. Pues bien; ahora, reforzados con el añadido de este concepto del arquetipo de la Sombra, regresemos de nuevo al análisis que estaba haciendo Jung de la obra de Picasso. Alude en él precisamente a esta zona de sombra de la psique del pintor, “esa personalidad en Picasso que sufre el destino infernal (…) que no se enfrenta con lo diurno, sino que, fatalmente, se encara con la tiniebla, que no obedece al ideal de lo bueno y lo bello reconocido, sino a la demoníaca fuerza de atracción de lo feo y lo malo que en el hombre moderno cobra una plenitud anticristiana y luciferina y crea un ambiente de fin del mundo, velando la claridad meridiana, la vida del día, con nieblas del Hades, infectándola con letal descomposición y reduciéndola, finalmente, como un seísmo (a fragmentos, grietas, residuos, harapos, escombros y conjuntos inorgánicos)”.    Evidentemente, se refiere Jung sobre todo, aunque no solo, a la etapa de la pintura de Picasso en la que este se lanza más decididamente hacia la destrucción de las formas, cuyo origen podemos situar en “Las señoritas de Avignon” (1907). Marcel Duchamp confirmaría que: “No es este tiempo de completar las cosas, es una época de fragmentos”. Y André Breton, explicaba de esta forma en qué consistía, según él, el proceso artístico: “La materia constantemente sometida a un proceso de desmaterialización, de desintegración a través del cual se manifiesta la espiritualidad de todas las sustancias”. Asistimos, en fin, a través de las trayectorias generadas por el arte de vanguardia (digamos de paso que no solo en el arte plástico, como es fácil suponer), a la exacerbación de la tarea del artista; hemos, quizás, incluso, atravesado la línea roja en la que podamos seguir diciendo que el arte cumple su función genuina: la de buscar cómo dar salida al mundo interior; en puridad, ya no se pretende, como decía Jung, “expresar, sino encubrir”, asistimos, dice también el fundador de la psicología analítica, a “un espectáculo que puede prescindir del espectador”. Ya no estamos, en fin, ante ese sesgo del que hablábamos, que hace que necesariamente el artista tienda a lo esquizoide: hemos embarrancado en un arte ya decididamente esquizofrénico. Las ruinas que a los románticos les gustaba incluir en sus cuadros estaban a este lado de la línea roja; los fragmentos del cubismo y de Duchamp son su equivalente vanguardista y posmoderno, pero están en el lado de allá de esa línea.

Marcel Duchamp: "Fuente" (1917)

   Aún podemos recorrer nuevos ramales de nuestra reflexión sin abandonar el tronco del que han ido saliendo las anteriores. Los nuevos tramos de nuestra argumentación los haremos brotar esta vez del punto en el que aludíamos a la realidad dual en la que vivíamos los hombres: una, la estricta realidad objetiva, en la que sobre todo viven los deprimidos, y otra la realidad íntima, la de los ensueños y las alucinaciones, que en el extremo está habitada por los esquizofrénicos… y un poco antes, por los artistas. Incluiremos aquí una cita que tiene el pequeño inconveniente de ser políticamente incorrecta, pero la gran ventaja de haber sido formulada por Ortega y Gasset; es esta: “La mujer normalmente imagina, fantasea menos que el hombre, y a ello debe su más fácil adaptación al destino real que le es impuesto”. Y si ahora conjuntamos los dos tramos argumentales de este último apartado podremos comprender mejor el hecho de que, por un lado, las mujeres enfermen de depresión entre dos y tres veces más (según sea la investigación que sirva de referencia) que los hombres, y, por el otro lado, los hombres propendan más a la esquizofrenia, según una ratio que también varía, según los estudios, entre 1,22 y 3,47 hombres por cada mujer. En suma, las mujeres, más aferradas al principio de realidad, son más depresivas; los hombres, más soñadores, son más esquizoides. De lo cual se pueden ir deduciendo algunas características en la personalidad de unas y otros, como estas que extrae el psicólogo Jed Diamond: las mujeres tienden más a culparse a sí mismas, a sentirse tristes y sin valor, a sentir ansiedad y miedo, a evadirse de los conflictos, a sentir apatía y ausencia de estímulos, a adaptarse a las situaciones, a admitir que tienen dudas y falta de esperanza, y a buscar en la comida, los amigos y el amor el consuelo a su tristeza. Mientras tanto, y correlativamente, los hombres tienden más a: culpar a los demás, sentirse enfadados e irritables, crear más conflictos, sentir inquietud y agitación, querer tener control de las situaciones, negar que tengan dudas y desesperanza, y a buscar en el alcohol, la televisión, los deportes y el sexo el consuelo o la solución a sus estados de ánimo decaídos.   Ya apenas hay que esforzarse para extraer las (de nuevo políticamente incorrectas) conclusiones: en el ejercicio de la mayoría de las artes (ese tipo de labor preparada para ser ejercida mejor por personalidades esquizoides) predominan los varones de manera significativa sobre las mujeres. No importará demasiado que para confirmar estos supuestos nos apoyemos por esta vez en estudios de carácter feminista, aunque interrumpamos nuestra sintonía con tales estudios cuando de ellos pretenda inferirse que hay que hacer lo que sea para imponer la (imposible) paridad. Así, Esmeralda Ballesteros Doncel, de la Universidad Complutense de Madrid, en un estudio realizado investigando la exhibición de obras plásticas en 21 museos españoles, comprueba que el promedio de obras producidas por mujeres (considerando la suma de artistas españolas y extranjeras) en las colecciones permanentes exhibidas en tales museos no alcanza al 20 por ciento (18,8 %). Por su parte, el colectivo feminista Guerrilla Girls denuncia que sólo un 3% de las obras de arte moderno que se encuentran en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York corresponden a mujeres. Más datos: en España un 65% de los graduados en Bellas Artes son mujeres y un 52% de los visitantes a exhibiciones de arte también lo son. Sin embargo, tan sólo existe un 33% de artistas femeninas (según datos del Centro de Documentación de Mujeres en las Artes Visuales). Es decir, que en el tránsito entre el estudio de la carrera de Bellas Artes y el ejercicio del oficio de artistas se pierde un amplio porcentaje de mujeres.    Para terminar, nos atreveremos a hacer una última inferencia: de los destinos hacia los que ha derivado el arte en los últimos tiempos parece razonable deducir que atravesamos una época de especial descontento y de dificultades a la hora de conseguir encajar nuestras predisposiciones, las demandas de nuestra intimidad, en las ofertas del mundo exterior. Correlativamente, en las mujeres, su capacidad de adaptación se estaría ejerciendo sin demasiada ilusión. Los índices de infelicidad parece, pues, que están bastante altos. Y ello, a pesar de los grandes logros tecnológicos y del aumento del bienestar logrados en todo el mundo, más otro importante matiz: puesto que no existen grandes movimientos de rebeldía social frente a esa situación, habría que aceptar que ese sentimiento de infelicidad se vive más bien en soledad, de uno en uno. Podría servir de referencia de todo esto que decimos lo que ocurre en la sociedad sueca, un modelo de sociedad avanzada, con elevada calidad de vida, amplias libertades y oportunidades de desarrollo personal… pero en donde una de cada dos personas vive sola; uno de cada cuatro suecos muere solo y nadie reclama su cuerpo; cada vez hay más madres solteras que tienen hijos a través de la inseminación artificial; el índice de suicidios es en Suecia uno de los más elevados del mundo… Parece que el camino que hemos escogido en esta época que nos está tocando vivir nos lleva hacia algo así. El mundo ha alcanzado logros inmensos, pero las personas parece que nos estamos dejando en el camino la posibilidad de ser felices. A esto debía de ser a lo que Julián Marías llamaba la “pavorosa inestabilidad personal de nuestra época”.