Júpiter, el Rey Sol, Macronator, el Autócrata, el Presidente de los Ricos, el Tecnopríncipe, Manu el Austero, Monsieur Rothschild, Mac-Macron, el Pequeño Napoleón... No se trata de Charles de France, el tataranieto del último rey Borbón, que ha pasado toda su vida deseando restaurar la monarquía en Francia. Son solo algunos apodos con los que el país con la mejor escuela literaria de Europa ha bautizado a su presidente, Emmanuel Macron.
Para comprender la profundidad de la crisis político-institucional que atraviesa Francia, conviene detenerse en el carácter del hombre al mando. El país vecino siempre ha sido crítico con sus presidentes, escribe en El País la historiadora Lilith Verstringe. El caso límite es el del socialista François Hollande: su nivel de aprobación se hundió hasta el 13%. Parece casi imposible que su antiguo ministro de Economía y protegido —antes de romper con el Partido Socialista— le alcance, pero lo cierto es que la impopularidad de Macron avanza a pasos agigantados. Sin riesgo de exagerar, se puede decir que se ha convertido en el presidente de la V República que ha generado la mayor fractura entre el poder y el pueblo francés. La ciudadanía francesa no solo cree que su presidente no está a la altura del cargo, sino que, además, percibe que utiliza sus prerrogativas en contra de la propia nación.
Debido a su habitual tendencia a llevar las instituciones al límite —con “decretazos”, ninguneando a la Asamblea Nacional o pasando sus reformas por encima de la oposición—, Macron ha ido deslegitimando progresivamente la democracia francesa. Hoy vemos una crisis inédita de la V República, producto, en buena medida, de las políticas y el estilo del Macronato.
La convocatoria anticipada de elecciones legislativas y el posterior nombramiento como primer ministro de Michel Barnier son el penúltimo capítulo de esta crisis. Tras las llamadas a un frente republicano en la segunda vuelta y contener la respiración, la extrema derecha quedó lejos del poder. Francia eligió un total de 182 diputados del Nuevo Frente Popular, 168 diputados macronistas, 143 lepenistas y tan solo 66 para Los Republicanos. La conclusión era clara: más allá de la fragmentación, el pueblo francés quería cambio, y la fuerza mayoritaria era la alianza de las izquierdas. Macron, yendo en contra del mandato popular, ha designado a un primer ministro de la derecha tradicional —la cuarta fuerza parlamentaria— con el consentimiento de la extrema derecha de Marine Le Pen. ¿Para qué vale votar en Francia después de la última decisión de su presidente?
El presidente de la República ha apelado desde el primer día a la siempre necesaria “estabilidad institucional” para buscar el acuerdo político más amplio en la conformación del gobierno. Es una ironía del destino que el presidente, que ha prescindido de la negociación y el diálogo durante ocho años e incluso ha presumido de ello, acabe dándole las llaves de Matignon a Le Pen, bajo el pretexto de la estabilidad institucional. Esta no es nada más que una excusa para rechazar la alternancia democrática, no solo de formaciones políticas diferentes en el Gobierno, sino de verdaderas alternativas. Según la lógica macronista, los únicos gobiernos capaces de mantener la estabilidad serían de centro o de derecha. Parece que Macron, en la peor tradición de Richelieu y los teóricos de la razón de Estado, cree saber mejor que nadie cuál es el interés general de Francia. Lo cree saber tanto que niega la voz y el voto de los franceses y las francesas de carne y hueso.
No estamos solo ante una cuestión de aritmética parlamentaria, sino de políticas públicas. Democracia no es solo alternancia partidista en el Gobierno, sino también la posibilidad de políticas sustancialmente diferentes. El pueblo francés votó un punto y aparte de las políticas económicas, sociales y laborales que han convertido Francia en un país más desigual. La contrarreforma laboral de 2017, que reforzó el poder empresarial frente al de la gente trabajadora y sus derechos; la reforma de las pensiones de 2023, que aumentó la edad de jubilación de 62 a 64 años; la privatización de sectores estratégicos o la alta inflación que impacta en el coste de la vida no son verdades talladas en piedra, sino un camino que se puede desandar. Esta es la realidad que niega Macron imponiendo, junto a la extrema derecha, a un primer ministro que cree en seguir subiendo la edad de jubilación —en concreto, a los 65 años—, es partidario de la subida del IVA —uno de los impuestos que más afecta a las clases populares— y defiende el aumento del tiempo de trabajo.
Después de haberse presentado como el presidente que iba a devolver la grandeza a Francia y revolucionar su sistema político, yendo más allá de los partidos tradicionales, la elección de Barnier por parte de Macron le arroja una imagen deformada desde el espejo. La última esperanza del macronismo es la vieja política francesa de siempre: un republicano veterano, que acumula décadas en cargos políticos, ha sido ministro bajo las presidencias de Chirac y Sarkozy y también comisario europeo por partida doble. Barnier es, además, un neoconservador que se ha opuesto a lo largo de su vida a la homosexualidad y al derecho al aborto y cuyos posicionamientos en política migratoria son muy afines a los de Le Pen. Ha declarado que no le gusta el término de “el gran reemplazo”, pero que Francia necesita restringir el derecho a la salud de las personas migrantes, así como una “moratoria sobre la immigración” para “retomar el control”. No es solo que Barnier coincida con Reagrupamiento Nacional (RN) en lo sustancial, sino que dependerá enteramente de ellos, como ya han expresado con vehemencia las palabras de Jordan Bardella: “El primer ministro está bajo vigilancia de RN”.
Muchos creyeron a Macron cuando, elección tras elección, movilizó al país (en su favor) advirtiendo del peligro de la extrema derecha. Ahora, los acontecimientos revelan que su preocupación real era evitar a toda costa no solo que gobernase la izquierda, con o sin La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, sino, sobre todo, que no se aplicara su programa. El presidente de la República francesa pudo haber aceptado la realidad de su derrota y haber buscado alguna clase de compromiso con la izquierda, pero ha decidido entregarle la vara de mando y el control de los tiempos a Le Pen. A ojos del país, RN es ahora el partido al que se debe consultar para aprobar las leyes, mientras que la izquierda queda más estigmatizada que nunca. Su decisión podría sugerir que su verdadero objetivo desde el principio, con Barnier como fachada, era esta nueva coalición ampliada. El macronismo revela su auténtica cara al final de su ciclo. Si la extrema derecha gana la batalla parlamentaria, también estará ganando la batalla de las ideas. La líder de RN se regocija ante las posibilidades que se le abren de cara a la próxima elección presidencial de 2027.
A este ritmo de negación de la lógica institucional, no pasará mucho tiempo antes de que se plantee de manera definitiva la destitución del presidente de la República, ya sea porque la izquierda apueste por una moción de censura victoriosa o porque los de Le Pen tumben un gobierno al que tienen agarrado por el cuello. Todo apunta al corazón de la V República. En un discurso pronunciado en Lille en agosto de 1877, en el contexto de la campaña legislativa provocada por la disolución de la Cámara de Diputados, decretada por el entonces presidente de la República, el general Mac-Mahon, Léon Gambetta afirmó: “Cuando Francia haya hecho oír su voz soberana, deberá someterse o dimitir” (se soumettre ou se démettre). Más actual que nunca. Lilith Verstrynge es historiadora y politóloga y exsecretaria de Estado para la Agenda 2030.