María Barbero
En una reciente encuesta informal entre colegas preguntaba yo cuántos profesores —inolvidables, buenos, excelentes, de esos que te dejan huella— recordaba gratamente cada uno de nosotros.
Si un universitario español ha pasado doce años en el colegio hasta acabar el bachillerato, más cuatro o cinco años en la universidad, tenemos dieciséis o diecisiete años de formación. Calculando (por lo bajo) cinco asignaturas por año (hay que tener en cuenta que habrá docentes que «repetirán» en el currículo del alumno), llego a una cifra de unos ochenta profesores por estudiante. Ochenta formadores que han pasado por la vida del estudiante y han contribuido a que el alumno de ayer sea la persona culta de hoy. ¿Cuántos de ellos fueron magníficos, grandes profesores?
Debo de ser una persona muy afortunada, ya que, dentro de mi informal grupo entrevistado, puedo dar cuenta casi de la mayor cantidad de buenos profesores: de esos que nunca olvidaré, que me han aportado algo especial en la vida, que me enseñaron a amar lo que enseñaban (porque ellos también lo amaban) recuerdo a cuatro. Cuatro personas insustituibles entre mis ochenta; cuatro personas que consiguieron que apreciase profundamente las materias que enseñaban, y que me interesase por ellas.
Mis colegas entrevistados arrojaban resultados algo más modestos. Algunos podían recordar a dos o tres buenísimos profesores (muchos de ellos, por cierto, de la escuela primaria y secundaria). Otros se quedaban con solo un buen profesor maravilloso, al que reconocían deberle mucho de lo que son ahora. Hubo quien me dijo que cero, que aunque había tenido profesores majos, simpáticos y hasta capaces a lo largo de su vida, no recordaba haber tenido a nadie magnífico. Cero de ochenta. Dos, tres, cuatro de ochenta. Uno de ochenta.
Mi informal entrevista me ha hecho rascarme la cabeza y meditar sobre la escasez, a lo largo de nuestra formación y de nuestra vida, de profesores que nos hayan llegado al alma.
Me pongo a pensar con pesar: si aun con tan escasa cosecha de buenos profesores, mis colegas y yo hemos alcanzado tan honrado nivel de formación y lucimiento intelectual, ¿qué no habríamos sido capaces de hacer si hubiéramos disfrutado de un número realmente grande de esos buenos profesores? Sería quiméricamente deseable, desde luego, que los centros de formación contasen con mejor material entre su profesorado, ya que entiendo que el número de buenos alumnos corre directamente proporcional al de buenos profesores. Véanse como ejemplo los excelentes docentes y estudiantes con que cuentan determinadas universidades estadounidenses de élite.
Yo soy de una generación ya madura (por decirlo suavemente), así que, siguiendo con mi ocioso hilo de pensamiento, empecé a preguntarme si el número de buenos profesores habría aumentado en España. Me parecía lógico esperar que los que se forman hoy en mi país, en una situación política y social muy diferente de la que yo conocí, gozarían de mejores profesores.
Y así, animada con la idea de que probablemente los estudiantes de mi generación, sufridores de una clara escasez de buen profesorado, se hubieran convertido en mejores profesores que sus antecesores y estuvieran ya mismo dejando esa huella positiva en el recuerdo de sus alumnos, me decidí a asistir a algunas clases universitarias en mi antigua alma máter, la Universidad de Salamanca, confiando en poder escribir para La Linterna del Traductor una notita positiva que subrayase la idea básica de éxito generacional, de que los buenos profesores de ahora son mejores que los buenos profesores de antes.
Para corroborar empíricamente mi teoría me dirijo a la mejor cantera de discernimiento sobre material profesoril que conozco: un grupo de avezados y avanzados estudiantes universitarios. Mi pregunta los deja estupefactos: «¿A qué buenos profesores me podéis recomendar para que les pida permiso para asistir a unas buenas clases universitarias? Es que tengo que escribir una crónica».
Se intercambian miradas, arrugan el entrecejo y hasta expulsan aire por la nariz. «¿Una buena clase? ¿Un profesor muy recomendable?». Y no parecen saber decidirse por ninguno, pese a que, entre todos, suman más de una veintena de asignaturas. Sonrío con la euforia de quien piensa que tendrá que elegir la perla negra entre un montón de perlas blancas. «Si son todos buenos, puedo asistir a un par de clases.» Me miran con ironía y se echan a reír. «¿Todos buenos? Habrá que buscar uno que sea aceptable. Pero será bien difícil.»
Mi gozo en un pozo. Tengo ante mí a un grupo de universitarios inteligentes y bien semiformados, de buen criterio, excelente dicción e impecable ortografía. Todos de filologías diversas. Y todos coinciden en afirmar que la mayoría de sus profesores son malos. Malos no: pésimos. Aburridos. Desanimadores. Cerrilmente ajenos a todo aquello que despierte el interés de sus alumnos. Tediosamente poco originales. Incapaces de motivar y de transmitir cualquier entusiasmo por la asignatura que desgraciadamente imparten. En conversación posterior con este y otro grupo de estudiantes, llegan a definir a esta masa ingentemente mayoritaria de malos profesores, como vampíricos: sorben el entusiasmo inicial e ingenuo de sus alumnos y los dejan vacíos de vitalidad, de deseo de aprender, de curiosidad, de interés… Establecen de forma indiscutible desde el principio quién manda ―¡como si se pudiera mandar en el aula!―, dan pautas que determinan que de nada sirve tener un interés por la materia que se salga del marco academicista y de los áridos y añosos apuntes que ellos se dignan presentar, y qué poco les importa a ellos, a los profesores, quién aprende y qué aprende. El profesor vampiro no desea enseñar: acude al centro para justificar su sueldo mensual, para despreciar al alumno y comentar con otros vampiros a la hora del café qué mal preparada que llega la gente de la ESO. No está ahí para despertar el amor por su asignatura, ya que él no la ama. Su intención no es transmitir saber ni deseo de aprender: su intención es desanimar a posibles competidores del futuro, frenar talantes inquietos y mentalidades abiertas y rompedoras que revolucionarían sus esquemas y harían que sus viejos apuntes se quedasen, si cabe, aún más obsoletos.
De esos profes vampiros parecen tener muchos mis estudiantes consultados. Unánimemente, por fortuna, también me recomendaron a uno nada vampírico que ofrece una clase excelente (participativa, rica y tensa), una asignatura insospechadamente interesante, una aproximación integral y original al temario, una invitación constante al trabajo propio, a la investigación individual sobre la materia. Un profesor que arrasa porque cree en lo que enseña, porque ama lo que enseña y sabe transmitir ese amor a quienes lo escuchan.
Pido permiso, acudo a esa clase y, efectivamente, me deja arrobada. Ahí tenemos a alguien que, al menos, marcará a muchos de esos alumnos que, como yo en ese momento, siguen embobados su clase de estudios culturales. Tenemos aquí a un profesor que será el elegido entre los ochenta de muchos de sus estudiantes, cuando ellos sean adultos de mi edad y él sea un viejito que se haya retirado al cabo de muchos años de honrada vida docente.
¿Qué tiene este profesor bueno que no tienen los malos profesores? Algo que muy claramente se transparenta cuando se asiste a su clase: el buen profesor ama la asignatura que imparte. Le gusta, le interesa y le importa. Además, al buen profesor le importa transmitir eso que él ama. El buen profesor quiere hacer llegar a sus alumnos (tanto a los brillantes y a los inicialmente indiferentes, como al tontito que se metió en esta carrera tras una ESO mediocre y un bachillerato sin pena ni gloria que no le daba para otra cosa) esa fascinación que él siente, ese interés por la materia que imparte. El buen profesor es lo contrario del profesor vampiro: mientras que los malos profesores desecan el ánimo del estudiante, al tiempo que diseccionan y emasculan simbólicamente su asignatura, por muy interesante que sea, el buen profesor insufla energía en el alumno, inyecta vida a la materia que imparte, aunque sea la más soporífera del plan de estudios. El buen profesor sufre si el alumno no llega al nivel exigido para pasar la materia porque sabe que eso es síntoma de que él no ha llegado como profesor al nivel docente que habría sido deseable. Y es que, tras muchos años de ser alumna y algunos otros de ser profesora (en otra vida, en otro mundo y en otro país) he llegado empíricamente a la conclusión de que el alumno no aprende por muchas razones, y una de ellas es que el profesor no sabe enseñarle.
El alumno no aprende por muchas razones, y una
de ellas es que el profesor
no sabe enseñarle
Sentada allí en el banco y disfrutando de la clase ―larga, pero que se pasa rápida y deja deseos de más, como todas las clases de los buenos profesores― no puedo dejar de preguntarme qué pasa con los otros profesores a los que sus alumnos no recomiendan. Los profesores de hoy son gente de mi generación, gente que, como yo, sufrió la incompetencia de muchos y que hoy, en su recuerdo, no guarda más que a uno, dos o tres buenos maestros. «¿Por qué no sois mejores?», les preguntaría si pudiera. ¿Por qué no hay hoy mejores profesores que antes? ¿Por qué sigue habiendo en la universidad española tanto docente aburrido, incompetente, pobre, incapaz de motivar y de transmitir interés y hasta pasión por su asignatura? ¿Qué hacéis ahí dando clase, si no os gusta, si no os apetece aprender a hacerlo mejor y si no os interesan vuestros alumnos?
Y a la vista de que, tras mi modesta actuación experimental, no puedo sacar la conclusión que me había propuesto de que los profesores de mi generación son mucho mejores que los que yo tuve, me pregunto inquieta si los estudiantes de hoy serán también los malos profesores del mañana.
Me quedo con la desazón, pero intento consolarme pensando que tal vez sean los malos profesores un mal menor perenne y necesario cuya función vital consiste precisamente en subrayar el valor de los rarísimos profesores buenos que se labran un puesto en el recuerdo de sus alumnos a lo largo de todas las generaciones. Magro consuelo, pero no se me ocurre otro.
En una reciente encuesta informal entre colegas preguntaba yo cuántos profesores —inolvidables, buenos, excelentes, de esos que te dejan huella— recordaba gratamente cada uno de nosotros.
Si un universitario español ha pasado doce años en el colegio hasta acabar el bachillerato, más cuatro o cinco años en la universidad, tenemos dieciséis o diecisiete años de formación. Calculando (por lo bajo) cinco asignaturas por año (hay que tener en cuenta que habrá docentes que «repetirán» en el currículo del alumno), llego a una cifra de unos ochenta profesores por estudiante. Ochenta formadores que han pasado por la vida del estudiante y han contribuido a que el alumno de ayer sea la persona culta de hoy. ¿Cuántos de ellos fueron magníficos, grandes profesores?
Debo de ser una persona muy afortunada, ya que, dentro de mi informal grupo entrevistado, puedo dar cuenta casi de la mayor cantidad de buenos profesores: de esos que nunca olvidaré, que me han aportado algo especial en la vida, que me enseñaron a amar lo que enseñaban (porque ellos también lo amaban) recuerdo a cuatro. Cuatro personas insustituibles entre mis ochenta; cuatro personas que consiguieron que apreciase profundamente las materias que enseñaban, y que me interesase por ellas.
Mis colegas entrevistados arrojaban resultados algo más modestos. Algunos podían recordar a dos o tres buenísimos profesores (muchos de ellos, por cierto, de la escuela primaria y secundaria). Otros se quedaban con solo un buen profesor maravilloso, al que reconocían deberle mucho de lo que son ahora. Hubo quien me dijo que cero, que aunque había tenido profesores majos, simpáticos y hasta capaces a lo largo de su vida, no recordaba haber tenido a nadie magnífico. Cero de ochenta. Dos, tres, cuatro de ochenta. Uno de ochenta.
Mi informal entrevista me ha hecho rascarme la cabeza y meditar sobre la escasez, a lo largo de nuestra formación y de nuestra vida, de profesores que nos hayan llegado al alma.
Me pongo a pensar con pesar: si aun con tan escasa cosecha de buenos profesores, mis colegas y yo hemos alcanzado tan honrado nivel de formación y lucimiento intelectual, ¿qué no habríamos sido capaces de hacer si hubiéramos disfrutado de un número realmente grande de esos buenos profesores? Sería quiméricamente deseable, desde luego, que los centros de formación contasen con mejor material entre su profesorado, ya que entiendo que el número de buenos alumnos corre directamente proporcional al de buenos profesores. Véanse como ejemplo los excelentes docentes y estudiantes con que cuentan determinadas universidades estadounidenses de élite.
Yo soy de una generación ya madura (por decirlo suavemente), así que, siguiendo con mi ocioso hilo de pensamiento, empecé a preguntarme si el número de buenos profesores habría aumentado en España. Me parecía lógico esperar que los que se forman hoy en mi país, en una situación política y social muy diferente de la que yo conocí, gozarían de mejores profesores.
Y así, animada con la idea de que probablemente los estudiantes de mi generación, sufridores de una clara escasez de buen profesorado, se hubieran convertido en mejores profesores que sus antecesores y estuvieran ya mismo dejando esa huella positiva en el recuerdo de sus alumnos, me decidí a asistir a algunas clases universitarias en mi antigua alma máter, la Universidad de Salamanca, confiando en poder escribir para La Linterna del Traductor una notita positiva que subrayase la idea básica de éxito generacional, de que los buenos profesores de ahora son mejores que los buenos profesores de antes.
Para corroborar empíricamente mi teoría me dirijo a la mejor cantera de discernimiento sobre material profesoril que conozco: un grupo de avezados y avanzados estudiantes universitarios. Mi pregunta los deja estupefactos: «¿A qué buenos profesores me podéis recomendar para que les pida permiso para asistir a unas buenas clases universitarias? Es que tengo que escribir una crónica».
Se intercambian miradas, arrugan el entrecejo y hasta expulsan aire por la nariz. «¿Una buena clase? ¿Un profesor muy recomendable?». Y no parecen saber decidirse por ninguno, pese a que, entre todos, suman más de una veintena de asignaturas. Sonrío con la euforia de quien piensa que tendrá que elegir la perla negra entre un montón de perlas blancas. «Si son todos buenos, puedo asistir a un par de clases.» Me miran con ironía y se echan a reír. «¿Todos buenos? Habrá que buscar uno que sea aceptable. Pero será bien difícil.»
Mi gozo en un pozo. Tengo ante mí a un grupo de universitarios inteligentes y bien semiformados, de buen criterio, excelente dicción e impecable ortografía. Todos de filologías diversas. Y todos coinciden en afirmar que la mayoría de sus profesores son malos. Malos no: pésimos. Aburridos. Desanimadores. Cerrilmente ajenos a todo aquello que despierte el interés de sus alumnos. Tediosamente poco originales. Incapaces de motivar y de transmitir cualquier entusiasmo por la asignatura que desgraciadamente imparten. En conversación posterior con este y otro grupo de estudiantes, llegan a definir a esta masa ingentemente mayoritaria de malos profesores, como vampíricos: sorben el entusiasmo inicial e ingenuo de sus alumnos y los dejan vacíos de vitalidad, de deseo de aprender, de curiosidad, de interés… Establecen de forma indiscutible desde el principio quién manda ―¡como si se pudiera mandar en el aula!―, dan pautas que determinan que de nada sirve tener un interés por la materia que se salga del marco academicista y de los áridos y añosos apuntes que ellos se dignan presentar, y qué poco les importa a ellos, a los profesores, quién aprende y qué aprende. El profesor vampiro no desea enseñar: acude al centro para justificar su sueldo mensual, para despreciar al alumno y comentar con otros vampiros a la hora del café qué mal preparada que llega la gente de la ESO. No está ahí para despertar el amor por su asignatura, ya que él no la ama. Su intención no es transmitir saber ni deseo de aprender: su intención es desanimar a posibles competidores del futuro, frenar talantes inquietos y mentalidades abiertas y rompedoras que revolucionarían sus esquemas y harían que sus viejos apuntes se quedasen, si cabe, aún más obsoletos.
De esos profes vampiros parecen tener muchos mis estudiantes consultados. Unánimemente, por fortuna, también me recomendaron a uno nada vampírico que ofrece una clase excelente (participativa, rica y tensa), una asignatura insospechadamente interesante, una aproximación integral y original al temario, una invitación constante al trabajo propio, a la investigación individual sobre la materia. Un profesor que arrasa porque cree en lo que enseña, porque ama lo que enseña y sabe transmitir ese amor a quienes lo escuchan.
Pido permiso, acudo a esa clase y, efectivamente, me deja arrobada. Ahí tenemos a alguien que, al menos, marcará a muchos de esos alumnos que, como yo en ese momento, siguen embobados su clase de estudios culturales. Tenemos aquí a un profesor que será el elegido entre los ochenta de muchos de sus estudiantes, cuando ellos sean adultos de mi edad y él sea un viejito que se haya retirado al cabo de muchos años de honrada vida docente.
¿Qué tiene este profesor bueno que no tienen los malos profesores? Algo que muy claramente se transparenta cuando se asiste a su clase: el buen profesor ama la asignatura que imparte. Le gusta, le interesa y le importa. Además, al buen profesor le importa transmitir eso que él ama. El buen profesor quiere hacer llegar a sus alumnos (tanto a los brillantes y a los inicialmente indiferentes, como al tontito que se metió en esta carrera tras una ESO mediocre y un bachillerato sin pena ni gloria que no le daba para otra cosa) esa fascinación que él siente, ese interés por la materia que imparte. El buen profesor es lo contrario del profesor vampiro: mientras que los malos profesores desecan el ánimo del estudiante, al tiempo que diseccionan y emasculan simbólicamente su asignatura, por muy interesante que sea, el buen profesor insufla energía en el alumno, inyecta vida a la materia que imparte, aunque sea la más soporífera del plan de estudios. El buen profesor sufre si el alumno no llega al nivel exigido para pasar la materia porque sabe que eso es síntoma de que él no ha llegado como profesor al nivel docente que habría sido deseable. Y es que, tras muchos años de ser alumna y algunos otros de ser profesora (en otra vida, en otro mundo y en otro país) he llegado empíricamente a la conclusión de que el alumno no aprende por muchas razones, y una de ellas es que el profesor no sabe enseñarle.
El alumno no aprende por muchas razones, y una
de ellas es que el profesor
no sabe enseñarle
Sentada allí en el banco y disfrutando de la clase ―larga, pero que se pasa rápida y deja deseos de más, como todas las clases de los buenos profesores― no puedo dejar de preguntarme qué pasa con los otros profesores a los que sus alumnos no recomiendan. Los profesores de hoy son gente de mi generación, gente que, como yo, sufrió la incompetencia de muchos y que hoy, en su recuerdo, no guarda más que a uno, dos o tres buenos maestros. «¿Por qué no sois mejores?», les preguntaría si pudiera. ¿Por qué no hay hoy mejores profesores que antes? ¿Por qué sigue habiendo en la universidad española tanto docente aburrido, incompetente, pobre, incapaz de motivar y de transmitir interés y hasta pasión por su asignatura? ¿Qué hacéis ahí dando clase, si no os gusta, si no os apetece aprender a hacerlo mejor y si no os interesan vuestros alumnos?
Y a la vista de que, tras mi modesta actuación experimental, no puedo sacar la conclusión que me había propuesto de que los profesores de mi generación son mucho mejores que los que yo tuve, me pregunto inquieta si los estudiantes de hoy serán también los malos profesores del mañana.
Me quedo con la desazón, pero intento consolarme pensando que tal vez sean los malos profesores un mal menor perenne y necesario cuya función vital consiste precisamente en subrayar el valor de los rarísimos profesores buenos que se labran un puesto en el recuerdo de sus alumnos a lo largo de todas las generaciones. Magro consuelo, pero no se me ocurre otro.
Es curioso, yo pasé 1 año en parvulitos + 8 años de EGB + 4 de Instituto + 4 1/2 de universidad = 17 años y medio, y vagamente recuerdo algún profesor excepcional. Sí recuerdo alguno que lo hacía bien o por lo menos lo intentaba y algunos que siempre te dejan algo: Peláez en 4º de EGB por su seriedad, Beatriz en 7º y 8º por su interés o Mercedes en 2º de BUP y en COU, por enseñarnos a querer a la Química y que existen muchas otras cosas también. Ninguno en la universidad, todos arrogantes y antipedagógicos.