De Maratón a Atenas: el auténtico maratón

Por Mundoturistico

Así se llama oficialmente la carrera que se celebra cada otoño entre esas dos ciudades griegas: Maratón de Atenas. El Auténtico. Autenticidad avalada por la historiografía al uso, la leyenda y las modernas decisiones deportivas al respecto. Pero vayamos al principio.

El nacimiento del maratón, en Atenas

Quinientos años antes de nuestra era, el imperio persa se extendía por Asia, el sur de Europa y la costa mediterránea y representaba una seria amenaza para las ciudades-estado griegas, que tuvieron que defenderse en repetidas ocasiones hasta que, dos siglos más tarde, Alejandro Magno impuso su ley sobre todos esos vastos territorios. Los primeros enfrentamientos recibieron el nombre de Guerras Médicas (nada que ver con doctores, su nombre viene de la tierra de los medos, antiguo imperio sometido por los persas) y comenzaron con el siglo V a.C. en la batalla de Maratón. En las llanuras cercanas a esta ciudad próxima al mar Egeo, los atenienses de Milcíades derrotaron al poderoso ejército pérsico. Y aquí comienza la leyenda. Había que enviar la noticia a la capital, bien para que respirase con el triunfo, bien para que tomase medidas ante un muy probable ataque del enemigo, tocado pero no hundido.

El ejército disponía de correos al efecto, los hemeródromos, soldados entrenados para las largas distancias, que se trasladaban corriendo para llevar la información requerida. Los datos históricos al respecto son poco fiables: que por qué no lo hacían en caballo; que si fue el hoplita Filípides (quizá Fidípides) el que trotó hasta la capital y solo alcanzó a dar la noticia, ¡Alegraos, hemos ganado!, porque, exhausto agonizante, nada más llegar “se le salió el alma”; que si fue por el norte, más largo y más escarpado, o por el sur, más corto pero con peligrosas patrullas persas al acecho; que si corrió pertrechado de armas, casco y armadura, de pesado bronce, y en pleno verano del Ática; que si fue otro soldado, Tersipo o Euclides, el que lo hizo; que si el mensajero corrió durante dos días seguidos, pues su verdadero encargo era ir de Atenas a Esparta en busca de refuerzos para defender Maratón (de ahí el actual Espartatlón, una exigente ultracarrera de casi 250 km, que une la Acrópolis de Atenas con la polis sureña del Peloponeso, donde la estatua de Leónidas, el héroe de las Termópilas, recibe cada setiembre a los pocos valientes elegidos por los dioses del trail); que si los espartanos andaban de fiesta y tuvo que regresar a la capital de vacío, corriendo así el doble, una barbaridad; que si esto, que si aquello.

Sea como fuere, triunfó la primera versión y Filípides, supuestamente a cambio de su vida, se llevó el gato al agua de la Historia. La cultura griega tenía como uno de sus pilares el ejercicio físico, y los juegos multideportivos, dedicados a los dioses del Olimpo, eran frecuentes en todas sus ciudades. Pero los griegos no corrían maratones. Eso vino después. A finales del siglo XIX, de Coubertin, un noble francés que había potenciado el deporte en la enseñanza como fuente de convivencia y de salud, buscando la participación antes que la victoria, aprovechó aquella peripecia bélica del pasado clásico para crear los Juegos Olímpicos modernos, de ámbito mundial, que tuvieron su inicio en Atenas, cómo no, en 1896 (y eso que el gobierno griego se opuso al principio por la carestía del proyecto).

Allí nació la carrera de maratón, algo más corta que la actual; cuatro años más tarde, en Londres y en honor a su Graciosa Majestad, se hicieron definitivos los 42 km 195 m (26 millas 385 yardas en brexit) ahora oficiales. Hoy es la carrera que cierra los Juegos, y los maratones populares sacan a la calle millones de aficionados a lo largo del año. En la presente edición, el de Atenas conmemora, además, los 120 años transcurridos desde aquel primer maratón olímpico, ganado por el atleta griego Spyridon Louis, así como los 40 desde que otro griego, Kyriakides, consiguiera el triunfo en el popular de Boston, apenas terminada la II Guerra Mundial.

Entre Maratón y Atenas hay un obstáculo natural, el monte Pendeli o Pentélico, cuyas entrañas rocosas han proporcionado muchos de los hermosos mármoles del impresionante arte heleno. Si no se quiere escalar o sufrir las penalidades de las escarpadas trochas montesas, no queda más remedio que rodearlo para moverse entre las dos ciudades. Por eso, tanto las carreteras que las comunican como el recorrido de su popular carrera anual, deben salvarlo por las zonas más asequibles de su falda. Y por eso el maratón, que lo burla como puede por el sur, tiene un perfil dominado por pronunciadas y continuas subidas que lo convierten en uno de los más duros del mundo.

El actual Maratón de Atenas

Antes de la salida oficial, en la ciudad de Maratón, se enciende y transporta la llama olímpica desde el soros, túmulo funerario ajardinado en homenaje a los caídos en la mencionada batalla, hasta el estadio municipal, donde será expuesta y custodiada por una guardia de jóvenes vestidos y pertrechados a la antigua usanza militar ateniense, mientras los participantes se preparan, calientan y se fotografían con ellos. Al poco de salir, se deja la vía principal (la avenida del Maratón, vía rápida interurbana 54) y se rodea aquel jardín sagrado donde Milcíades, el general vencedor, honra a sus soldados muertos y saluda a los corredores desde su pedestal rocoso, para volver en seguida a la carretera principal y continuar ruta. Los primeros quilómetros son llanos, con alguna cuesta de aperitivo y música de animación enlatada.

Pero pasada la población portuaria de Rafina, quilómetro 15, el asfalto empieza a empinarse para cruzar la zona encerrada entre el Pendeli, amenazante al norte, y el aeropuerto internacional EI Venizelos, al sur. Una sucesión de largas rectas empinadas y urbanas va dejando atrás varios pueblos de aspecto similar y monótono (casas blancas, centros comerciales, iglesias, gasolineras, semáforos, gente que anima en las aceras): Pikermi, ecuador de la carrera; Glyka Nera, adonde ya llega el metro ateniense; Agia Paraskevi, hacia el quilómetro 32, la cima de la prueba. Gracias al buen ambiente y a la música en vivo (un grupo de sirtaki, otro de rock, una orquestina, una simpática charanga, una pareja de gaita y tambor, un baterista solo, un cantante más solo aun…) se va soportando la enorme fatiga, a duras penas. A partir de aquí el perfil se suaviza, pero el fuerte desnivel ya ha hecho mella en los atletas y no hay fuerzas para recuperar, a ver si la escasa reserva da para ir llegando como sea. Desde la mitad del recorrido, ya aparecen los “cadáveres”, cada vez más: trotan, cojean, caminan, se tocan los músculos doloridos, se paran, se tumban a la orilla, requieren los servicios de atención médica… pero siguen pensando en conseguirlo.

Avenidas grandes, altos edificios, tráfico, túneles, puentes y cruces con mucha animación anuncian ya la entrada en las primeras calles de la capital. Los alrededores de la gran avenida Sofía reciben al ahora eufórico pelotón con un despliegue de monumental arquitectura: hospitales, hoteles, embajadas, museos, parques y demás, que lo llevan en volandas al centro, a la plaza Syntagma. Solo queda cruzar los Jardines Nacionales por una de sus calles arboladas para entrar en el mítico Estadio Panathinaikós, con su pista cenicienta y sus gradas de mármol blanco. No hay 80 000 espectadores, como en la primera cita olímpica, pero la Historia, el lugar y la emoción de pisar la línea de meta y colgarse la ansiada medalla transportan por unos instantes, al afortunado que lo ha conseguido, a la gloria del Olimpo (el monte sagrado que queda al norte del país, muy lejos de aquí), donde los dioses lo coronarán con la clásica rama de olivo, como hicieron en el Mundial de 1997 con los españoles Antón y Fiz, oro y plata entonces, cuando aún no se había impuesto el monopolio de los atletas africanos. Vuelto a la realidad, tan solo pensará en estirar y recuperarse del esfuerzo. A quien madruga, Zeus lo ayuda.