Solíamos ir allí en estos días de Navidad. Y encima de la mesa, redonda, de aquellas con brasero de siempre bajo faldas verdes de camilla, había una bandeja de dulces. ¡Qué digo una bandeja! A mis pocos años, aquello semejaba, si no lo era en realidad, a una masa montañosa de deliciosos postres, a cada cual mejor que el anterior. Y yo, que como viendo, sabía que extendía la mano indecisa por no saber qué elegir de aquel todo compacto de turrones, guirlaches y brillantes bombones dorados, coronados por una lluvia de peladillas blancas de varios tamaños, que se derramaban por los laterales de aquella construcción golosa y tentadora.
A mis ojos, creo que con los mismos años que Niña Pequeña goza ahora, la bandeja grande, tanto como la que usábamos en casa para servir las torrijas -hasta que mi madre decidió que, como ella no las comía, nadie las comería-, aquella enorme e inmensa fuente era un homenaje a la golosina hecha chocolate amarronado, bizcochuelos, mazapanes, frutas escarchadas que parecían adornos de árbol y perlas plateadas.
Ni siquiera la amenaza de mis padres ("¡niña, que luego no cenarás!") podía atajar mi ansias de dulce, en aquella casa que era, luego lo supe, la de los primos lejanos del abuelo. Ya no vamos, aunque sí los veo a veces, de lejos, recordando las faldillas verdes, la cocina antigua de hierro, de las de siempre, y cuando hace unos días pasé por allí -la cortinilla de maderas ligeramente echada, la puerta semiabierta-, tentada estuve de entrar y comprobar si, después de los años, seguía aquella bandeja trufada.