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De Politólogos, Políticos y de Castas, ¿O , en realidad, de (todos) los partidos?

Por La Cloaca @nohaycloacas

Hace poco se estrenó en La Cloaca, la sección “binoculares” con los que ver, desde perspectivas distintas, incluso enfrentadas, una cuestión polémica. La primera que hemos podido observar con estos binoculares, o con el “microscopio”, podríamos decir casi mejor, han sido los problemas internos de Podemos. Los tres artículos, las tres visiones son interesantes, cada una de ellas aporta una perspectiva valiosa. No pretendo añadir una más porque ni estoy al tanto ni me interesa el funcionamiento interno de los partidos, de ninguno, pero, sobre todo, porque creo que el auténtico problema de fondo no es el personaje A, B o C del partido X, Y o Z, sino la propia naturaleza de estos.

Precisamente, coincidiendo con los posts de los “binoculares”, leo el dossier aparecido en el número 39 de la revista Filosofía Hoy: “Políticos, ¿De qué están hechos?”. Nada más a propósito para esclarecer el debate planteado por los amigos de La Cloaca. Es muy posible que muchos de vosotros lo hayáis leído, pero también es seguro que otros muchos, no. Por eso se me ocurrió traerlo a este espacio. Mi primera idea fue poner aquí un enlace al artículo, pero ni siquiera en la página oficial de la revista he conseguido encontrarlo. Así que he optado por hacer un resumen y publicarlo. Creo que el interés y oportunidad del dossier merecen el esfuerzo. Adelanto, antes de que nadie me acuse o, algo peor, me demande por plagio, que he hecho un “corta y pega” del texto con alguna pequeña aportación propia. No he pretendido en ningún momento ser original sino transmitir una visión de nuestro actual sistema de partidos que me parece de extremo interés por su lucidez y claridad. Aquí la tenéis.

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RESUMEN DOSSIER FILOSOFÍA HOY: “POLÍTICOS, ¿DE QUÉ ESTÁN HECHOS?”

En 1942, la filósofa francesa Simone Weil (1909-1943), afirmaba “casi en todas partes, e incluso para problemas puramente técnicos, la operación de tomar partido, de tomar posición ‘a favor’ o ‘en contra’, ha sustituido a la operación de pensamiento”.

Según el pensamiento de Weil, ha sido y es consustancial a la vida política que las sociedades lleguen casi a no pensar, en ningún campo, salvo tomando posición “a favor” o “en contra” para después buscar argumentos en una dirección u otra. Es así como se pierde el sentido básico de lo verdadero y lo falso.

La democracia admite, y hasta exige, varios partidos y es tolerante con la manifestación de opiniones contrarias. Sin embargo, la tolerancia no asegura que el análisis entre valores distintos sea suficiente y riguroso. Normalmente tras tomar posición, los individuos y las organizaciones no consienten en examinar nada que les sea contrario.

Simone Weil identificaba tres características propias de los partidos políticos:

  1. Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva. (De mi cosecha: Un ejemplo de político excepcional: Hitler. Percibió que las personas, cuando votan, no lo hacen movidos por un análisis racional de las distintas alternativas, sino por razones emocionales. Son sus miedos y anhelos, sus fobias y filias lo que hay que tocar para conseguir su voto).

  2. Un partido político es una organización construida para ejercer una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son miembros de él.

  3. El único fin de un partido político es su propio crecimiento y sin ningún límite.

De lo anterior se desprende que, de forma inevitable, aun en un régimen democrático, todo partido es totalitario en su germen y sus aspiraciones.

Los partidos ligados a una clase social tienen una concepción en la que el bien público de todos los ciudadanos pasa primero por el interés de la clase del partido. Los partidos más inconsistentes y los más estrictamente organizados son iguales por la vaguedad de la doctrina que hacen suya. De hecho, el partido político es para sí mismo su único fin.

Los partidos, continúa Weil, nunca pierden el tiempo en cualquier tipo de educación de la sociedad sobre el bien público. Los partidos solo adiestran a sus futuros mandos para conocer las áreas de sensibilidad de cada sociedad ante las posibles ofertas. Su mayor preocupación es cómo hacer más y mejor propaganda. (Otra vez, Hitler y Goebbels)

Si algún político se comprometiese abierta y sinceramente a examinar de manera objetiva, sin más preocupación que el bien común, cualquier problema de la vida pública o social, sus compañeros de partido, e incluso de otros muchos partidos, le acusarían de traición. Sería excluido de su partido y con seguridad no sería elegido. Simone Weil reflexiona: es imposible examinar los problemas tremendamente complejos de la vida pública poniendo, por una parte, la atención en discernir la verdad, la justicia y el bien público, y, por otra, en mantener la actitud que conviene al grupo al que se pertenece. Quien se concentra en una de esas preocupaciones abandona la otra.

Otro teórico, Max Weber (1864-1920), resumía unos años antes que Weil todo lo anterior con esta afirmación rotunda: los partidos son agrupaciones que principalmente tienen como objetivo que sus jefes consigan el poder.

Para Frédéric Sawicki, politólogo francés contemporáneo (1963), la mayoría de los partidos políticos están gobernados en su cúpula por dirigentes profesionalizados que se reúnen regularmente con los equipos descentralizados de su burocracia (esto es mío, ¿Los “círculos” de Podemos?) tratando de dar apariencia de agilidad y cercanía; es el vínculo partidista e informal que tejen en el entramado de las relaciones cotidianas.

De Politólogos, Políticos y de Castas, ¿O , en realidad, de (todos) los partidos?

Tanto en partidos políticos como en empresas o cualquier otro tipo de organización, sigue Sawicki, las redes de relaciones crean lazos formales e informales que conviven entre sí y dan forma a la eficiencia o ineficacia de actores e instituciones. En la política, algo más que en las organizaciones privadas, esa compleja red de relaciones explica por qué el fenómeno de la corrupción se encuentra siempre con los canales más fluidos para llevarse a la práctica sin tener que forzar las actividades habituales. Casi nunca la corrupción política requiere de un esfuerzo nuevo, sino dar al habitual un contenido complementario.

El sociólogo alemán Robert Michels (1876-1936) abundó en el carácter esencialmente antidemocrático de los partidos con su Ley de hierro de la oligarquía: “En toda organización, sea un partido político, un gremio u otra asociación semejante, se manifiesta como fuerza dominante la tendencia oligárquica o aristocrática; es finalmente la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegantes. Organización es igual a oligarquía.”

A medida que históricamente crece el ejercicio del derecho al voto, los partidos experimentan la tendencia al crecimiento de su burocracia al tener que enfrentarse cada día a más problemas derivados de una complejidad social inagotable: las tareas deben especializarse hasta dar lugar a una organización estratificada en la que aparecen los líderes profesionales capaces de planificar una acción compleja que no puede resolverse con líderes improvisados.

Esos líderes profesionales adquieren conocimientos expertos que les dan seguridad para ejercer su posición con gran autonomía. El proceso continúa hacia la transformación del partido en una oligarquía en torno a unos líderes profesionalizados

En resumen, según Michels, la democracia necesita partidos para ser eficaz, pero la estructura oligárquica que los partidos han de desarrollar acaba aplastando los principios democráticos.

Michels explicaba así el proceso: los miembros de los partidos pueden surgir de la ciudadanía ordinaria, pero al alcanzar el puesto de liderazgo en los mismos, dejan de pertenecer a su grupo de origen y se elevan por encima de la ciudadanía de la que proceden.

Es cierto que en épocas de crisis aparecen grupos nuevos que se resisten a aceptar ese fatalismo, repudian la falta de representatividad de la ´la clase política´(¿La ´casta´?). Rechazan la imperfección del sistema.

Esos grupos activos en la protesta, son pequeños, pero acaban organizándose, adquieren a su vez rasgos oligárquicos y cuando llegan al poder lo hacen generalmente mezclándose con la anterior oligarquía hasta confundirse con ella. (¿No suena esto a la gran fuerza ‘emergente’ española, la de los “indignados” del 15-M?) Robert Michels concluye, en 1930 nada menos, con pesimismo: “Es probable que este juego cruel continúe indefinidamente”.

Cuando en un país hay partidos, volvemos a Weil, resulta que de hecho se hace imposible intervenir en los asuntos públicos sin entrar en un partido y aceptar las reglas de la verdad única.

Dado que sabemos de la fijación de los partidos en su verdad única, no podemos esperar que, salvo coincidencias fortuitas, esos valores sean en cada momento los prioritarios para las sociedades.

Para Simone Weil, nuestra democracia fundamentada en el juego de los partidos ha resultado en un conjunto de iglesias profanas, armadas cada una de ellas con la amenaza de la excomunión para quien pretenda discernir libremente la verdad en cada situación.

Sin mencionar a ningún autor en concreto, en el dossier de Filosofía Hoy se da una sugestiva visión de lo que es la democracia tal como la entendemos en nuestro tiempo. La democracia sería un pacto de convivencia que, tras miles de años de desarrollo social, la humanidad ha abordado cuando las formas arcaicas de regulación habían agotado su recorrido. El pacto llegó cuando pudo llegar: en el momento en el que individuos desiguales con desigual fortuna y fuerza, aceptaron como mal menor (para unos) y como esperanza (para otros), pactar la convivencia en igualdad. Desde el siglo XVIII ese pacto ha decepcionado, en un momento u otro, a todos. Pero tiene condiciones intrínsecas que convienen a nuestra especie y ya no lo abandonará.

Las sociedades han descubierto que todo pacto es por su propia naturaleza: a) insatisfactorio para todas las partes, y b) inevitablemente privilegia a los representantes sobre los representados. Los individuos representados pierden su interés en la gestión cotidiana y quedan desbordados por la habilidad que demuestran los distintos representantes para sobrevivir utilizando el poder que les han dado aquellos. Se abre una brecha entre representantes profesionales que evolucionan dominando la situación y representados que se sienten ignorados y utilizados (¿Nos suena esto?).

Las sociedades, una vez comprendida la imperfección inherente al pacto, sólo pueden estimular la regeneración por tres vías simples:

a) Cambiando con la máxima frecuencia el poder otorgado a su representante; es decir, ofreciendo su voto a cualquiera de los competidores a cambio de mínimas ventajas sobre la oferta previa.

b) Flexibilizando sus propias convicciones, en lugar de mantenerlas cristalizadas en el tiempo; es decir, construyendo adhesiones adaptadas a los nuevos intereses que surgen en la vida.

c) Estimulando la llegada de nuevos representantes a la competición electoral.

A mí, todo este análisis de nuestros sistemas políticos me recuerda a uno de los grandes teóricos de la democracia contemporánea: Karl Popper (1902-1994). Para el pensador austro-británico, que, sorprendentemente, no es citado ni una sola vez en el artículo de Filosofía Hoy, la gran cuestión de la teoría política no es “¿Quién debe gobernar?”, sino “¿Cómo conseguir que los malos gobernantes que, inevitablemente, tendrá toda sociedad hagan el menor daño posible y cómo podemos deshacernos de ellos sin necesidad de la violencia ni el derramamiento de sangre?”. A esta capacidad de un sistema político de sustituir de forma pacífica a unos gobernantes por otros Popper la llama destituibilidad. Esta característica, y no la calidad de sus dirigentes, es la gran ventaja de la democracia. Como corolario de este razonamiento los partidos políticos serían, según Popper, un mal necesario, unos elementos intrínsecos a las democracias representativas que no tenemos más remedio que “soportar”.

Continúa el dossier con una interesante reflexión sobre la figura del político, de la persona, del ser humano con vocación por el poder. Desde las primeras organizaciones humanas han existido esas personas deseosas de gobernar a sus semejantes. Personajes tan dispares como Napoleón, Hitler, Bolívar, Lenin, Berlusconi, Azaña, Mao, Kennedy, De Gaulle, Churchill, Aznar, Zapatero o Rajoy (y, por supuesto, Pablo Iglesias y Albert Rivera) deben tener unos rasgos comunes que aún están intentando identificar historiadores, psicólogos y politólogos. Una posible respuesta se encuentra en el artículo publicado en el semanario alemán “Der Spiegel” en 2012 con el título “Oportunistas y creadores de ilusión. Por qué la línea que separa poder de abuso de poder es tan fina”. Quizá merezca la pena traducirlo para el blog. Me comprometo a hacerlo.

Moraleja: Podemos, Ciudadanos, Iglesias, Rivera, lo que sea y quien sea, pueden resultar nuevos al principio pero terminarán siendo exactamente iguales a los que pretenden sustituir. Está en su naturaleza. A lo más que podemos aspirar es a cambiar un felpudo ajado, viejo y lleno de polvo, por otro nuevo que durará en buenas condiciones durante un tiempo pero que acabará tan sucio como el anterior. Si esto os decepciona, lo siento mucho…

Publicado por José Javier Vidal

(Fuentes: Revista Filosofía Hoy, (muy recomendable) )


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