De por qué nunca tuve bicicleta y ahora así, de repente, me he provisto de una

Por Comolegaraholanda

Pues si. Después de tres años viviendo en este país, exactamente tres años y cinco días si queremos ser precisos, por fin puedo decir que tengo una bicicleta. Yo. Fan número uno del transporte público y la lectura el el tranvía. Una de las pocas personas tan desnaturalizadas que vino a Holanda y tuvo casa antes que bicicleta. ¿Cómo es esto posible? Todo comenzó hace un par de meses. No, a decir verdad cuando todo empezó fue cinco años atrás, cuando puse por primera vez el pie en los Países Bajos para cursar un erasmus en Delft.
Allí llegábamos yo y un compañero de universidad, dos pimpines con los ojos como platos y ni idea de por donde tirar. Hasta que recibimos la iniciación. Es decir, claro está, los experimentados consejos de esa logia de españoles que llevan allí unos seis meses y lo saben absolutamente todo, pues han recogido la sabiduría de la generación anterior para transmitírsela a la siguiente. La logia canadiense era por cierto superior a la nuestra, pues junto con las lecciones de sabiduría incluía un artefacto para pescar bicicletas en los canales (jojojojo) que llevaba ya generaciones transmitiéndose de canadiense en canadiense (generaciones erasmus, entendámonos). Pero volviendo al tema, nuestros expertos compañeros nos revelaron que lo primero que necesitaríamos para sobrevivir en el país serían una cuenta bancaria y una bicicleta. Y mira tú que oportuno, justo en aquel momento en un tal Rabobank (jojojojo) te regalaban una bici al abrir una cuenta con ellos. Eso si, todo el proceso con cita previa, no nos fuéramos a pensar que aquello era España.
Tras una elipsis narrativa ahí estábamos los dos, en la oficina del rabobank, prestos a recoger nuestras prometidas rabobikes. En ese momento descubrí que existen bicicletas de hombre y de mujer ya que tenían dos modelos para elegir. No es que unas se pinten de azul y otras de rosa, pues todas las bicis del rabobank eran de un flamante color naranja. La diferencia, por desgracia, tampoco se halla en el tamaño. Sin saberlo había dejado atrás nuestras robustas y unisex mountain bikes y entraba en un mundo extraño en el que la posición de una barra horizontal determinaba el sexo del ocupante del vehículo.

Este es otro de esos misterios inexplicables que encuentra uno en las cosas cotidianas del día a día, pues digo yo, por muy hombre que seas, ¿qué falta hace ir tentando a la suerte con una barra taaaaan arriba? Afortunadamente este no era mi problema, pero el asunto del tamaño que mencionábamos antes sí lo fue. Pues otra cosa que por entonces no sabía es que los holandeses, sean hombre o mujer, son condenadamente grandes. Y la mayoría de los objetos de su país están lógicamente construídos a escala. Tanto que en casa he de subirme a un taburete si quiero alcanzar las alacenas de arriba. Así que cuando en un parque traté ingenuamente de arrancar el vehículo para comprobar si era verdad eso que dicen de que nadar y montar en bicicleta son cosas que jamás se olvidan.... bueno, creo que ni de subirme fui capaz. Ese asiento tan alto resultaba aterrador y sobre todo inmanejable para alguien que llevaba unos veinte años sin tocar una bicicleta y que para más inri tenía la agilidad de un pato borracho.
Puede que la bicicleta fuera útil, pero seguían pareciéndome más apetecibles otros placeres de la vida como por ejemplo tener dientes. Total para seis meses no valía la pena el riesgo, ni que fuera a quedarme a vivir allí (ehemm). Así que allí se quedó la bicicleta, acumulando polvo en el garaje de mi amigo, hasta que su propia rabobike fue robada (esto ya son ganas de robar) y la rabobike de chica, que resultó moverse con tanta agilidad como un carro de vacas, pasó a sustituír a la rabobike de chico. Y desde entonces, ¿quién sabe a quién habrá ido a parar y qué habrá estado haciendo mi pobre rabobike en este país en que una bicicleta pasa en su vida por más manos que una moneda de un euro?
Mientras esta bici vivía quién sabe qué aventuras y se perdía en el olvido a mi me tocó marcharme y más tarde regresar al mismo lugar. Pero la lección estaba aprendida y no tenía la más mínima intención de agenciarme otra bicicleta. O al menos no la tuve hasta pasados un par de años, cuando sonaban más y más alto las voces que decían que no, que el dicho popular es por fuerza verídico y el problema había sido la bicicleta en sí. Si lo intentaba con una más pequeñita, desde la que pudiese tocar el suelo con los pies como hacen los niños, sería capaz manejarla sin problema. Finalmente lo intenté de nuevo, con la convicción de que no iba a funcionar. Pero sí funcionó. Para mi sorpresa, nada más cogerla, fui capaz de manejar casi a la perfección la minibicicleta que acababa de alquilar en una tienda de moros. Esta vez el problema fue otro. No se me ocurrió otra cosa que empezar ensayando el trayecto de mi casa al trabajo para ver si sería factible recorrerlo a diario. Y aquí vino mi segundo trauma biciclitil. Subirse a una bicicleta es como ponerse unas gafas 3d, la visión de lo que hay a tu alrededor cambia diametralmente en tan sólo unos segundos. Lo que en principio parece una apacible escena de amables gentes pedaleando con calma y expresión de felicidad se transforma en un despiadado flujo de tráfico tan estresante como el centro de Moscú en sus peores horas. Aglomeraciones, semáforos, adelantamientos, ¡¡motos!! Hay que conducir derecho, pero muy derecho, con pulso de neurocirujano. Además en Holanda el usar la bocina del coche está prohibido a no ser que la ocasión lo justifique plenamente, pero sobre accionar el maldito timbrecito metálico de la bicicleta nadie dice nada.
Si te paras un momento:
- clin clin clin!!!
Si resulta que sin darte cuenta vas conduciendo menos orillado de lo que deberías
- clin clin clin!!!
Si tardas unos segundos en reaccionar ante el cambio de luces del semáforo
- clin clin clin!!!
Si vas demasiado despacio
- clin clin clin!!!
Si tienen intención de adelantarte
- clin clin clin!!!
Si no eres capáz de arrancar tras haber estado parado
- Don't use a bike if don't know how to ride!!!!
¡La leche! ¿Cómo puede un lego adivinar qué narices está haciendo mal con sólo ese clin clin clin de los cojones? ¡Ni que fuese un código en morse! Con lo a gustito que iba yo leyendo en el metro... Una vez más la bicicleta no había triunfado. Y así iban a quedar las cosas de no ser por, ahora sí, lo que sucedió hace aproximadamente dos meses. Hacía calor y me dirigía al supermercado llevando puesto, como casi todo el mundo, un pantalón corto de los que últimamente se llevan. En esto que a mitad de camino un señor holandés, más kinki que señor todo hay que decirlo, empezó a caminar detrás de mi persona articulando, casualmente cada vez que una de mis piernas tocaba el suelo tras haber dado un paso:
- boing boing boing!!
Cuando el número de boing boings comenzó a tornarse sospechoso volví la vista atrás para ver que sucedía y nuestro amigo, que aunaba la supuesta sinceridad neerlandesa con esa máxima de que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, me devolvió una mirada directa, sonriente y que de algún modo parecía asentir diciéndome en silencio "si si, es por ti, exactamente por ti, tus piernas están tan fofas, pero taaan fofas, que van haciendo boing boing al caminar". A mi, que había dejado todo problema de sobrepeso sepultado en la preadolescencia junto con los peinados bacinilla y los chándals de táctel, la revelación me resultó chocante en extremo. ¡De repente mis piernas hacen boing boing! Aunque pensándolo bien no era de extrañar que, viviendo precisamente en el país de las bicicetas, donde el footing es el pan de cada mañana y hasta los octogenarios van a la compra pedaleando, llamaran la atención unas piernas desentrenadas de blandiblu. La cosa se agravó cuando un tiempo después, comiendo con unas chinas (nota para todos aquellos que nunca hayan ido a comer con chinos: por favor hacedlo antes de morir si queréis adquirir una nueva dimensión de lo que significa voracidad) una de ellas quiso demostrarnos que, de tanto comer, su brazo en lugar de lucir músculos hacía:
- clin clin clin!!!

Con tal mala fortuna que escogió mi brazo para su demostración empírica, y contrariamente a lo que ella esperaba, mi brazo también hizo:
- clin clin clin!!!
Y así fue como tras una vida entera sin echarme a correr ni cuando se escapa el autobús decidí que había llegado el momento de, como mínimo, adquirir de una vez la puñetera bicicleta. El boing boing pasó de onomatopeya burlesca a verbalización de la desidia, del triunfo de la gravedad. Así que ahí volví, al mismo moro de las bicicletas de segunda mano, a pedirle una que fuese de mujer, es decir sin barras asesinas, y además chiquitica chiquitica para poder tocar el suelo con los pies. El vendedor me condujo al patio de la tienda, donde se hallaban apiladas infinidad de bicicletas de dudosa legalidad, y tras decir que tenía la bicicleta perfecta para mi persona me sacó una bicicletita sin marchas de color blanco semioxidado pero que en efecto parecía ser de las dimensiones adecuadas. Además tenía frenos en el manillar, tan importantes para los inexpertos (tranquilo Francisco Manuel, que también incluye freno de contrapedal por si algún día aprendo a utilizarlo). Y allá me fui, montando en mi mini bicicleta de decimonovena mano a la que había añadido unas alforjas de estas de meter cosas que en semejante minivehículo iban casi rozando el suelo. No sin antes haberle pedido al moro que me bajase el sillín al menos cinco veces, pues por estos lares cuesta asimilar que uno sea tan cazurro como para tener miedo de usar la bicicleta.
Y esta vez, que no me metí por el centro, descubrí con pasmo que montar en bicicleta es agradable. ¿Quién me lo iba a decir? Eso sí, siempre que uno sea capaz de obviar el constante rechinar que emite con cada pedalada un vehículo tan cascado y que no se fue ni con un baño profundo de tres en uno:
- cri cri cri!!!
Así, en un momento, exploré partes de mi vecindario en las que jamás había estado antes. Y en una pequeña cuesta arriba, si las cuestas neerlandesas son de verdad dignas de recibir ese nombre, el cri cri cri de los pedales pasó a sonar:
- crrroooc crrroooc crrroooc!!!
Y cuando pensaba que mi cacharrosa a bicicletita se iba a partir por la mitad descubrí que lo que estaba haciendo era cambiar de marcha, ella sola. No es que careciese de cambio de marchas sino que hacía los cambios de modo automático. ¡Quién lo hubiera imaginado! Al final iba a tener razón el segundo moro de la tienda, que cuando me disponía a pagar me dijo algo como "chica, qué bici tan buena" y yo pensé que se estaba pitorreando delante de mis narices.


Total que aquí estoy ahora, sin saber muy bien por qué, con una bicicleta atada a un poste en la acera de abajo, lo cual ni siquiera sé si es legal, y aguardando unas terribles agujetas en partes nada nobles de mi anatomía que, según me grita mi experiencia infantil, aparecerán mañana. Yo que soy tan torpe que no es la primera vez que paseando por la calle me pierdo en mis cavilaciones y acabo estampándome de pleno contra una farola. Así que si en determinado momento este blog deja de producir artículos podéis imaginar perfectamente lo que ha pasado.