De profesión, docente

Por Cayetano

Cuando empecé en esto de la docencia tenía poco más de veinte años. Los alumnos mayores eran casi de mi edad, lo cual suponía un problema a la hora de hacerme respetar por ellos. Me costó un tiempo. Los padres eran poco menos de la edad de los míos. Curiosamente se mostraban en general bastante respetuosos y aceptaban la autoridad del docente como algo natural, tal vez aprendido durante las décadas de la dictadura: la autoridad no se discute. Se asume, se acata y santas pascuas.

Según fui cogiendo tablas, experiencia y habilidades propias del oficio —a enseñar se aprende enseñando—, fui percibiendo cómo la edad de los padres se iba acercando a la mía, hasta tal punto de que mis alumnos y mis hijos se llegaron a equiparar en años. Luego empezaron los progenitores a ser más jóvenes que yo. Primero vino la que algunos denominamos como generación Mecano, la de los años 60. Estos ya no sufrieron apenas la dictadura, pues les pilló de muy niños pero en las últimas. Cuando llegaron a la adolescencia vivieron en un espacio de libertades. Tal vez por eso fueron los primeros en no poner límites a sus hijos y consentirles más de lo debido. Era solo el principio de una moda que se prolongaría hasta nuestros días. Entonces ya había quejas por el ejercicio de la autoridad de los docentes. La verdad es que entre los compañeros más veteranos algunos habían adquirido hábitos en exceso autoritarios desde tiempos de la dictadura, otros habíamos sufrido ese rigor por parte de nuestros padres en nuestras propias casas. La técnica de los capones y de los castigos humillantes pasaron a la historia. Eran otros tiempos y había que adaptarse a ellos.

En las décadas siguientes, según me iba haciendo mayor, aumentaba esa distancia cronológica no solo respecto a mis alumnos, sino que también ocurría esto con sus padres. Los chicos cada vez tenían más derechos y menos responsabilidades. Era frecuente ver cómo en casa se les daba la razón en todo, no se les imponían límites y frecuentemente se cuestionaba la autoridad del profesor incluso delante de los propios hijos. Se fue creando un tipo de padres en exceso permisivos que no ejercían como padres sino como colegas o amiguetes. Muchos lo lamentarían después.

Mis últimos años de docencia fueron como profesor de adultos. Ese era otro mundo. Tuve alumnos mayores que yo y compañeros de trabajo que podían ser mis hijos. Lo nunca visto antes por mí en el ejercicio de la docencia.

Recuerdo algo que me ocurrió sumamente curioso y que está relacionado con el exceso de proteccionismo por parte de los padres, pero no con los padres de los alumnos, como ocurría antes, sino en este caso con el padre de una profesora. Resulta que siendo yo jefe de estudios y recibiendo a principios de curso al nuevo profesorado destinado al centro, se presentó una joven interina, que venía a ocupar durante un curso académico la plaza de otra compañera que estaba en comisión de servicios. Venía acompañada de su padre, un señor de mi edad o algo mayor (yo estaba a punto de jubilarme). El señor decidió darse una vuelta por el pueblo y luego esperar en el vestíbulo de entrada a que saliera su hija, pues entendía que ese día los profesores poco tendrían que hacer, salvo alguna reunión de bienvenida del equipo directivo, reparto de horarios, calendario de actividades para los próximos días y poco más al no haber todavía alumnos. Se equivocaba. Había más cosas, pero a ese progenitor no le entraba en la cabeza. Por eso, preso de su impaciencia, se decidió a abrir la puerta del despacho donde el director y yo hablábamos con ella tras darle su horario y explicarle el funcionamiento del centro y nos espetó:

—Bueno, para ser el primer día, yo creo que ha estado bien. Lo digo por si ya la dejáis salir, que nos vamos a casa a comer.

Le dijimos que los profesores, con clase o sin ella, tenemos un horario que cumplir. Y que, por favor, esperara fuera. La joven interina se puso colorada de vergüenza ajena. No sabía qué decir ni dónde meterse, del apuro tan grande que pasó: una profesora tratada como una niña que necesita protección.

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(Tal vez continúe)