Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com
Que en Marruecos se estila el regateo no es nada nuevo. Es el deporte —barra pasatiempo —nacional. A mí no sé me da bien. Me cuesta. Me cansa. Cuando pienso que estoy discutiendo por… digamos un euro, me siento idiota. Y por eso no lo hago. Sé que muchas veces pago por las cosas más de lo que debería pero lo tengo asumido.
Dicen que cuando regateas no existe un precio exacto. Dicen que para saber si lo has hecho bien sólo debes pensar en una cosa: ¿Estoy contento con el precio que he pagado? Si estás satisfecho, quiere decir que sí. Lo has hecho bien. Cuando, por el contario, abandonas el lugar con la sensación de haber pagado más de la cuenta, significa que, efectivamente, has pagado más de la cuenta. Lo has hecho mal. Muy mal.
Es verdad que aquí todo se compra y todo se vende pero es mentira que se regatee en todos los artículos. Regateas en el zoco, si quieres comprarte unas zapatillas, una maleta o unas telas. Pero no regateas en el mercado, los precios de la carne, la verdura, el pescado, están marcados. Tampoco regateas en los cafés, la carta es la carta. Cada consumición tiene un precio. Ni regateas en el dentista, el mecánico, el médico, la peluquería, la librería, el estanco, el supermercado, la tintorería, el gimnasio o el bakalito de turno.
Podríamos decir que hay dos actividades claramente diferenciadas. Las que admiten regateo y, por la tanto, el precio puede variar. O las que no. O eso pensaba yo. Que, una vez más, estaba equivocada.
A mediados de julio pagué la cuota anual en el club de tenis. La chica de administración me pidió una cantidad, digamos X.Yo se la di sin rechistar, pues asumí —no sé por qué— que se trataba de una tarifa estándar. Es un club privado. Deduje —erróneamente ahora lo sé— que los socios pagarían todos lo mismo. Pues no. Después, comentándolo con otras madres me entero que al resto les han pedido una suma distinta. Más baja. No mucho, todo hay que decirlo. Pero menos de lo que me han pedido a mí.
Me fastidia. Lo admito. Pero no quiero discutir. No vale la pena. Así que intento borrarlo de mi mente. No tengo tiempo. Apenas cuatro meses más tarde, el destino me vuelve a poner en la misma situación. Y reconozco que esta vez el tema empieza a tocarme los cojones.
En noviembre, celebro la fiesta de cumpleaños de Terremoto en el dichoso tenis. Pago un precio por el alquiler de la sala. El que me piden. No discuto ni regateo, pues —otra vez erróneamente— deduzco que tienen una tarifa estándar. Dos meses después, una amiga celebra el cumpleaños de su hija La misma sala. El mismo club. Sólo hay una diferencia: a ella le piden menos dinero.
A la pregunta de por qué me cobra más a mí por el mismo servicio, la responsable empieza dándome excusas sin fundamento o , al menos, fácilmente rebatibles.
—Depende del número de niños… si hay más niños es más caro…
Buen intento pero fallido. Contraataco. Hoy vengo guerrera. Odio que me tomen el pelo. Saca lo peor de mí.
—Primero, a mi nadie me dijo que el número de niños influyera en el precio —. Hago una pausa para dar más dramatismo a mi argumentación—. Y segundo, en mi fiesta había sólo diez niños. En la de ella, muchos más.
Punto para mí. Pero la partida sigue y ella no quiere perder el set. Vuelve a la carga con otro revés.
—Pero… ¿tú consumiste en el bar? —me pregunta. —No. —Pues por eso… ella sí, por eso pagó menos por la sala. Una cosa va por la otra. —¡Perdona!— y al decirlo me doy cuenta que mi voz ha sonado algo estridente. —Pero si tú me dijiste que me lo tenía que traer todo de casa. Que lo único que me poníais era la sala y el equipo de música. Incluso pretendías que me fuera a comprar un cable que te faltaba para conectarlo. Además, nosotros también consumimos porque se nos acabaron las cervezas. Pedimos vino, refrescos, cafés,..
Punto para mí. Creo. Pero ella no se rinde y busca como loca una salida.
—Es que… depende del mes —. Me dice —No es la misma tarifa. —¿Y qué diferencia hay entre noviembre y enero? Los dos son meses de invierno. —De mierda. Pienso para mis adentros aunque esto último no se lo digo
Esto es una conversación de besugos. Pero todavía me queda por oír lo mejor. He aquí su gran argumento.
—Si vas a la calle México a comprar… —empieza diciendo— por unas medias tú puedes pagar un precio y quizás otra señora pague menos.
Una de dos: Esta tía es guilipollas o se piensa que la guilipollas soy yo. Lo segundo, sin duda.
—Pero ¿qué me estás diciendo?— Y mi voz ya no suena estridente sino totalmente desquiciada— ¿Me estás comparando este tenis, que es un club privado, con un puesto callejero y ambulante de venta de medias?
No me contesta. La muy jeta, porque no tiene otro nombre, se pone a hablar en francés con su ayudante. Como si no fuera a entenderla. Y la escucho —delante de mis propias narices —decirle que a los españoles hay que cobrarles lo mismo, que si no hablan entre ellos y, luego, hay estos problemas.La interrumpo.
—No, a los españoles, no. A todos.—Le digo.
Mantente serena. No alces la voz. Seria pero tranquila, me digo a mí misma.
—Lo normal es tener unas tarifas. Y que sean iguales para todos los socios. No puedes cobrarle a cada uno lo que te de la gana.
Pues sí. Puede y lo hace. Y encima, se queda tan ancha y me lo dice a la cara, que al instante se me queda de idiota rematada.
—Es que no todas las personas son iguales —y no contenta con lo que acaba de decir, remata —No todos vais a pagar lo mismo.
¿Esta tía me está diciendo que me cobra más por el morro? Decir que me siento estúpida es quedarme corta. Ante este análisis tan sofisticado, qué carajo puedo decirle. Mejor me callo y me olvido del asunto porque está claro que no voy a conseguir sacar nada en claro. Ella se marcha sin despedirse y yo me desafogo con otras madres.
—Es que hacen lo que quieren —empieza a decir una de ellas —Me acuerdo de Monste que no pagaba la cuota porque le traía revistas… —¿Revistas? —Sí. Tenían ese acuerdo. Montse le traía revistas y a cambio la chica le perdonaba el pago. —Alucino. —Y yo el primer año pagué un pastizal. Creo que nadie ha pagado esa cantidad nunca —cuenta otra —de hecho, le dije que ya me lo podía ir descontando de los siguientes pagos. ¡Faltaría más!
Así funcionan las cosas en Marruecos. Al menos así funcionan en el club de tenis al que yo voy. Y aunque me pone de mala leche y me siento impotente ante tanta desfachatez, sigo yendo. Porque no hay otro lugar al que llevar a los niños. Porque aquí puede jugar con sus amigos. Porque yo puedo charlar con otras madres. Porque, total, vaya donde vaya, va a ser más o menos lo mismo. Todo es relativo. Todo depende.