La competitividad de un país depende de diversos factores, como la calidad de sus instituciones, la seguridad jurídica, la innovación en productos y procesos, la presión impositiva, el peso de otros costos de producción, entre otros.
¿Puede un empleado mal pagado y en precario motivarse para mejorar su rendimiento?
Haga esta prueba. Escuche el discurso de un responsable gubernamental, un representante empresarial o un asesor de políticas hablando sobre las salidas de la crisis. Cuente el número de veces que utiliza la palabra competitividad. Verá que son muchas. Este término se ha convertido en una palabra mágica y, para muchos, con solo mencionarla se arreglan todos nuestros males. Como economista, tengo una relación ambigua con el término. Paul Samuelson, el gran economista norteamericano que mayor influencia tuvo en el análisis económico de la mitad del siglo pasado, decía que «los buenos economistas no hablan de competitividad». Entonces, ¿de qué hablan los que hablan de competitividad? Es posible identificar tres grupos.
EL PRIMERO está formado por personas que no saben de qué hablan. Cuando se les piden propuestas, simplemente dicen «competitividad» porque no logran formular ninguna otra propuesta.
Para un segundo grupo, competitividad es sinónimo de bajos salarios y condiciones de trabajo precarias. De esa manera, dicen, los productos y los servicios españoles se harán más competitivos en los mercados internacionales. Dado que ahora no tenemos moneda propia, no podemos devaluar para ganar competitividad a corto plazo por esta vía, como sí lo puede hacer, por ejemplo, Inglaterra, que pertenece a la UE pero no está en el euro. Este grupo propone la devaluación interna de salarios como sustitutivo de la devaluación de la moneda. El problema con esta visión es que para mejorar la competitividad externa hay que empeorar las condiciones de trabajo y de vida de mucha gente. Sería, dicen, un coste social inevitable, al menos a corto plazo. Pero un corto plazo que puede ser una eternidad.
¿No hay otras visiones más benéficas de la competitividad? Las hay. Para un tercer grupo, competitividad es la capacidad de una economía para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. Desde esta visión, un país es tanto más competitivo cuanta mayor capacidad tiene para aumentar el bienestar social a largo plazo.
Como ven, la competitividad es como el colesterol: la hay buena y mala. La competitividad buena mejora las condiciones de vida de la gente; la mala las empeora mucho. La competitividad mala es la que se vincula exclusivamente a la rebaja de salarios. La buena es la que viene de las mejoras en la productividad. Uno de los 10 mandamientos de la economía dice que, a largo plazo, la mejora de las condiciones de vida y de la riqueza de un país depende únicamente de las mejoras de productividad. Con la ventaja añadida de que una economía más productiva es, a la vez, más competitiva.
¿Qué tipo de competitividad domina el discurso oficial y las políticas públicas en este momento? Hay una deriva peligrosa hacia la competitividad mala. Este verano ha sido pródigo en recomendaciones de este tipo. Destacó la misión española del FMI, que recomendó al Gobierno una fuerte caída de salarios para mejorar la competitividad externa. Como si de un bombero pirómano se tratase, el comisario europeo de Economía se apuntó a esta solución.
Esta visión no se concilia bien con los hechos reales. Fíjense en este dato: España ha sido el único país desarrollado, con la excepción de Alemania, que desde principios de este siglo ha mantenido e incluso mejorado su capacidad exportadora. Es decir, mejoró su competitividad externa aun en los años en que los salarios españoles crecían más que los de nuestros competidores. Eso significa que hubo mejoras de productividad. La continuidad de esa mejora exportadora ha de seguir basándose en la productividad empresarial, apoyada a corto plazo, como está ocurriendo, en la moderación salarial.
¿CUÁLES SON los riesgos del uso abusivo de la competitividad basada solo en las reducciones de salarios? Por un lado, que orienta las políticas públicas en una dirección que lleva al conflicto laboral y social. Por otro, que acabará afectando a la productividad. Respondan ustedes mismos a esta pregunta: ¿puede un empleado mal pagado y con condiciones laborales precarias estar motivado para mejorar su productividad?
Dejémonos orientar por la definición sintética que propuso la economista Laura Tyson, como presidenta del Consejo de Asesores Económicos del presidente Clinton, al decir que competitividad es la habilidad de un país para producir bienes que pasen el test de la competitividad internacional y, a la vez, hacer posible que los ciudadanos disfruten de estándares de vida crecientes y sostenibles. Tenemos que hablar más de productividad y menos de competitividad. Si nuestros gobiernos y empresas basan las mejoras de competitividad en la productividad, recuperarán el apoyo de los trabajadores y de la sociedad.