De regreso

Por Tiburciosamsa

En recuerdo de Roger, que se fue este verano

Las mejores vacaciones son aquellas que se pueden contar en dos líneas: “En Torrevieja con la familia. Me bañé en la playa. Leí mucho” o “Vacaciones en Benidorm. Ligué con sueca. Me hinché a follar”. Cuando uno necesita más de dos líneas para contar sus vacaciones, posiblemente haya terminando deseando la vuelta al trabajo para desestresarse de lo mucho que “descansó”. Veamos cómo el segundo ejemplo cambia cuando tenemos que añadirle más explicaciones: “Vacaciones en Benidorm. Ligué con sueca. Resultó ser transexual. Le iba el sadomaso. Me hinché a follar y a recibir latigazos. Llevo quince días durmiendo boca abajo, porque con que una pluma me roce la espalda lloro. Además, me pasó ladillas.”

Mis vacaciones se parecieron más al segundo ejemplo que al primero.

Primero fuimos a Filipinas. El día que salíamos de Manila el escáner que tienen en el aeropuerto desde los tiempos del SARS pitó cuando pasó mi hijo pequeño. Fue un pitido tan fuerte que casi se descuajeringa el aparato. “Miren”, nos dijo el operario y nos señaló la pantalla. Todos aparecíamos en unos agradables tonos grises, salvo mi hijo, cuya imagen era de un rojo vivo. “Qué colores más bonitos”, comenté por decir algo. “Su hijo tiene fiebre. No puede embarcar.” Discusión con el médico del aeropuerto. Al final, deprisa y corriendo tuvimos que recuperar las maletas. Mi mujer metió sus cosas y las de mi hijo menor en una de las maletas y facturamos las demás. Tuvimos que hacer un esprint por el aeropuerto para no perder el vuelo.

Habíamos quedado en que ella embarcaría un par de días después, una vez que al niño se le hubiese pasado el trancazo y no tuviese fiebre. Dos días después me llamó desde un hospital de Manila. Lo del niño no era un trancazo, sino una neumonía acompañada de una gastroenteritis aguda; lo de la faringitis que también tenía era anecdótico. Hablé con mi hijo y lo único que se me ocurrió para darle ánimos fue: “¿Sabes que España ha ganado la Copa del Mundo?” Su respuesta fue: “Lo sé”. Su tono lo que estaba diciendo realmente era: “Tengo casi cuarenta de fiebre, me siento como si me hubiese atropellado un camión y ¿pretendes que muestre algún entusiasmo por el fútbol?”

Dado que no podían venir, tuve que viajar solo a España con mi hijo mayor y mi hija. Mi hijo mayor piensa que la vida debería tener banda sonora. Cada vez que asoma un atisbo de silencio, él se ocupa de matarlo con su charla. Ironías de la vida: cuatro años deseando que arrancase a hablar y ahora varios años deseando que pare. Mi hija tiene vocación de esposa de banquero. Ya sabe cuál es la postura óptima para ver la televisión desde la cama y estar al mismo tiempo en disposición de beberse un gin-tonic con comodidad. Por el momento ensaya con leche, pero ya se ve venir que algún día no se conformará con sucedáneos. Mientras llega el venturoso día en que un banquero se cruce en su camino, es mi deber enseñarle que leer sirve para algo más que para distinguir una tienda de Zara de otra de Löewe y que hay vida más allá de la televisión, aunque todavía no he conseguido convencerla de que esa vida sea interesante.

Mientras iba con ellos en el avión, recordé un artículo muy bonito que criticaba a los seres egoístas como yo que pensamos que la expresión “vacaciones con la familia” es contradictoria e inexacta. Aquel artículo estuvo a punto de convertirme en un padre más condescendiente con mi familia, hasta que llegué al final y descubrí que lo había escrito el obispo de una ciudad del norte de España. Célibe, sin hijos y con monjitas que atienden a sus necesidades (asumo que no a todas, aunque la Iglesia está cambiando tanto, que cualquiera sabe), así también canto yo las excelencias de la familia y la madre que la parió. Que pruebe a irse quince días a la playa con sus sobrinos de entre tres y diez años a ver si el artículo se le atraganta.

A lo que iba, pedorreta para el señor obispo y su artículo y constatación de que los niños en vacaciones son aún más coñazo que durante el año. Uno no los estrangula por aquello de los lazos de sangre y del Código Penal.

En España dediqué mi tiempo a reencontrarme con los amigos. A la semana descubrí que podía clasificarlos en tres categorías: los que habían envejecido, los que habían engordado y los que habían envejecido engordando. Lo deprimente no fue eso, sino la certeza de que ellos también habían desarrollado categorías similares y la duda de en cuál de las tres me incluirían a mí.

En España también me reencontré con mi ex. Me preparé para el encuentro concienzudamente. Había practicado mi gancho de izquierda y había pensado en algo bonito que decirle nada más verla: “Se te ve muy bien. Casi ni se te notan los diez kilos que se te han acumulado en las caderas desde la última vez que nos vimos.” Nos encontramos y… resultó que estuvo encantadora. Así de malvadas son las ex, que te arruinan las frases memorables porque, desde luego, el saludo que llevaba preparado ya no correspondía. Le dije simplemente: “Se te ve muy bien” y encima resultó que era verdad.

La constatación, cada vez que me encontraba con mis amigos, de que el tiempo pasa, me deprimía. Pero peor era cada vez que abría los periódicos y descubría que para los políticos españoles el tiempo no pasa. Pueden seguir diciendo las mismas memeces de hace dos años, que siempre habrá algún periodista fiel que las convierta en titulares. De hecho un día por error me cogí un periódico de hace tres años y sólo me di cuenta de que no era el periódico del día al ver en la programación de TV que anunciaban “Siete vidas”, cuando hace tiempo que dejaron de echarlo.

Al final he regresado a Singapur más estresado de lo que me marché. En mi primera mañana en el trabajo, lo primero que hice fue entrar al despacho de mi jefe y decirle que le había echado mucho de menos y que no me quiero ir nunca más de vacaciones. Ahora le tengo en su despacho, cavilando, preguntándose si estaba de coña, si me ha dado una insolación o si yo sé algo sobre el trabajo que la superioridad no le ha comentado a él todavía.