En un documental biográfico reciente, Woody Allen: A Documentary (Weide, 2012), el director de Manhattan (1979) revela, entre otras cosas, de dónde salen sus ideas: de un cajón de la habitación en donde duerme. Según este documental, Allen escribe cada idea que le viene a la mente en donde sea–en un pedazo de papel, en alguna servilleta- y, cuando llega a su departamento en Nueva York, guarda esas palabras escritas para ver si, en algún momento, le sirven de algo. Es más que obvio que de esta manera construyó su largometraje número 42, De Roma con Amor (To Rome with Love, España-EU-Italia, 2012), filmado en la Ciudad Eterna. De ese cajón de ideas-trebejos, Allen sacó las cuatro historias que conforman su nueva cinta: otro homenaje fellinesco –esta vez a la premisa de El Sheik Blanco (Fellini, 1952), con la parejita de recién casados que llegan a Roma-, la enésima crónica de un amor enfermizo/frustrado/frustrante –el segmento protagonizado por Alec Baldwin y ¿su alter ego juvenil? Jesse Eisenberg-,la meditación sobre el sentido del arte y el misterioso genio de los artistas –el director de ópera jubilado (el propio Allen) que se topa con un gran cantante de ópera que sólo puede cantar en la regadera (el auténtico tenor Fabio Armiliato)- y un cuentito fílmico que bien podría haber aparecido en forma de jocoso relato/ensayo en The New Yorker: un tipo cualquiera, común y corriente (Roberto Benigni), se convierte de improviso en una celebridad porque sale en la televisión, y sale en la televisión ¡porque es una celebridad! En sentido estricto, ninguna de los segmentos tiene que ver uno con otro, a no ser que los cuatro están ubicados en Roma y que los cuatro han salido del susodicho cajón woodyalleniano. Pero es por esto último, precisamente, por lo que Roma con Amor vale la pena. Aunque se trata de una cinta sin duda menor y hasta redundante en la filmografía alleniana -editada incluso con cierto descuido que se nota en su duración excesiva (112 minutos), para los estándares del cineasta-, esta misma redundancia la hace valiosa. Me explico: de principio a fin, saltando al contentillo entre una historia y otra, cada segmento tiene que ver, directa o indirectamente, con toda la obra anterior de Allen y con sus meditaciones públicas, literarias y fílmicas, sobre lo que siempre le ha interesado: el amor, el sexo, la muerte, el arte y los artistas. De Roma con Amor es, pues, otro mosaico más en la vasta e ineludible obra de uno de los más grandes autores en la historia del cine americano. Si bien es cierto que el homenaje fellinesco bien se lo podría haber ahorrado –y haber dejado el filme en unos 85 minutos, como solía hacerlo en los años ochenta-, incluso este segmento está dirigido con prestancia, funcionalidad y buen humor por Allen, con una salerosa Penélope Cruz en el papel de una prostituta que, por una confusión, tiene que ser la mujercita recién casada de cierto marido provinciano que ha llegado a Roma. Los otros tres segmentos son más cercanos a los intereses de Allen, por más que dos de ellos –el del artista “natural” y el del frustrado triángulo amoroso- sean subproductos de películas mejores (en el primer caso de Balas sobre Nueva York/1994; en el segundo, de casi toda la filmografía alleniana). La parte más original de la película, la del pobre diablo vuelto celebridad de la noche a la mañana, le permite a Allen deslizar su moraleja final, cual continuación escéptica/lúcida del famoso chiste de las viejitas de Dos Extraños Amantes (1977): si la vida es corta, cruel y sin sentido, algo tan (in)merecido como la fama puede hacerla más llevadera. Si lo sabrá Woody Allen.
En un documental biográfico reciente, Woody Allen: A Documentary (Weide, 2012), el director de Manhattan (1979) revela, entre otras cosas, de dónde salen sus ideas: de un cajón de la habitación en donde duerme. Según este documental, Allen escribe cada idea que le viene a la mente en donde sea–en un pedazo de papel, en alguna servilleta- y, cuando llega a su departamento en Nueva York, guarda esas palabras escritas para ver si, en algún momento, le sirven de algo. Es más que obvio que de esta manera construyó su largometraje número 42, De Roma con Amor (To Rome with Love, España-EU-Italia, 2012), filmado en la Ciudad Eterna. De ese cajón de ideas-trebejos, Allen sacó las cuatro historias que conforman su nueva cinta: otro homenaje fellinesco –esta vez a la premisa de El Sheik Blanco (Fellini, 1952), con la parejita de recién casados que llegan a Roma-, la enésima crónica de un amor enfermizo/frustrado/frustrante –el segmento protagonizado por Alec Baldwin y ¿su alter ego juvenil? Jesse Eisenberg-,la meditación sobre el sentido del arte y el misterioso genio de los artistas –el director de ópera jubilado (el propio Allen) que se topa con un gran cantante de ópera que sólo puede cantar en la regadera (el auténtico tenor Fabio Armiliato)- y un cuentito fílmico que bien podría haber aparecido en forma de jocoso relato/ensayo en The New Yorker: un tipo cualquiera, común y corriente (Roberto Benigni), se convierte de improviso en una celebridad porque sale en la televisión, y sale en la televisión ¡porque es una celebridad! En sentido estricto, ninguna de los segmentos tiene que ver uno con otro, a no ser que los cuatro están ubicados en Roma y que los cuatro han salido del susodicho cajón woodyalleniano. Pero es por esto último, precisamente, por lo que Roma con Amor vale la pena. Aunque se trata de una cinta sin duda menor y hasta redundante en la filmografía alleniana -editada incluso con cierto descuido que se nota en su duración excesiva (112 minutos), para los estándares del cineasta-, esta misma redundancia la hace valiosa. Me explico: de principio a fin, saltando al contentillo entre una historia y otra, cada segmento tiene que ver, directa o indirectamente, con toda la obra anterior de Allen y con sus meditaciones públicas, literarias y fílmicas, sobre lo que siempre le ha interesado: el amor, el sexo, la muerte, el arte y los artistas. De Roma con Amor es, pues, otro mosaico más en la vasta e ineludible obra de uno de los más grandes autores en la historia del cine americano. Si bien es cierto que el homenaje fellinesco bien se lo podría haber ahorrado –y haber dejado el filme en unos 85 minutos, como solía hacerlo en los años ochenta-, incluso este segmento está dirigido con prestancia, funcionalidad y buen humor por Allen, con una salerosa Penélope Cruz en el papel de una prostituta que, por una confusión, tiene que ser la mujercita recién casada de cierto marido provinciano que ha llegado a Roma. Los otros tres segmentos son más cercanos a los intereses de Allen, por más que dos de ellos –el del artista “natural” y el del frustrado triángulo amoroso- sean subproductos de películas mejores (en el primer caso de Balas sobre Nueva York/1994; en el segundo, de casi toda la filmografía alleniana). La parte más original de la película, la del pobre diablo vuelto celebridad de la noche a la mañana, le permite a Allen deslizar su moraleja final, cual continuación escéptica/lúcida del famoso chiste de las viejitas de Dos Extraños Amantes (1977): si la vida es corta, cruel y sin sentido, algo tan (in)merecido como la fama puede hacerla más llevadera. Si lo sabrá Woody Allen.