LEA: Romanos 8:31-39 | Cuando cruzamos una calle transitada acompañados de niños pequeños, extendemos la mano y decimos: «Tómate fuerte», y ellos se aferran a nuestra mano lo más fuerte que pueden. Pero nunca deberíamos depender de su fuerza en esto. Lo que los sostiene y protege es nuestra manera de tomarlos de la mano. Por eso, Pablo insiste: «… fui también asido por Cristo Jesús» (Filipenses 3:12). O mejor aún: «¡Cristo me sostiene de la mano!».
Una cosa es cierta: lo que nos mantiene a salvo no es cómo nos asimos a Dios, sino la fuerza con que Él nos sostiene. Nadie puede separarnos de sus manos; ni el diablo ni nosotros mismos. Una vez que estamos en ellas, Jesucristo no nos soltará.
Tenemos esta certeza: «y yo [Jesús] les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre» (Juan 10:28-29).
Una doble seguridad: nuestro Padre de un lado y nuestro Señor y Salvador del otro, rodeándonos como una abrazadera. Estas son las manos que formaron las montañas y los océanos, y que arrojaron las estrellas en el espacio. Nada en esta vida ni en la futura «nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8:39).
Aquel que nos salvó es también el que nos guarda.
(Nuestro Pan Diario)