Quede, no obstante, constancia de mi respeto a quien vive sinceramente su devoción religiosa con especial intensidad durante esta semana, pero no entiendo que para ello se tenga que participar de todo ese entramado comercial que abarca desde alquilar sillas en la vía pública o adquirir trajes de nazareno para procesionar, hasta consumir en la calle, pertenecer a alguna hermandad religiosa y pagar papeletas de sitio, contribuir a la compra de mantos bordados en oro, varales de plata, velas, flores y demás exornos de los tronos, contratar bandas de música, lucir peinetas y mantillas o vestir traje y corbata para demostrar públicamente el fervor religioso y exigir que todo el mundo, sea creyente o no, acepte esta conducta exhibicionista como la más natural y apropiada de un cristiano católico, y que todo el ceremonial espectacular en la vía pública sea considerado una muestra irrefutable de la religiosidad de la población. Que esta costumbre rayana en la idolatría, nacida originariamente por iniciativa seglar y gremial, sea “cuantificable” de esta manera es esgrimida por la Jerarquía católica como argumento para exigir del Estado la correspondiente compensación económica y de privilegios como confesión de preponderancia social. Es, por tanto, una tradición semipagana que continuamente se refuerza y no se combate desde las instancias religiosas, aunque no guarde coherencia con su propio credo.
Todo ello, a pesar de que gran parte de la ciudadanía simplemente aprovecha que Jesús -sea Dios u hombre- fue crucificado hace dos mil años y gusta rememorarlo, formando parte de la muchedumbre, en la vía pública, para disfrutar desinhibidamente con la familia y los amigos del espectáculo callejero. Al fin y al cabo, es una ocasión festiva para tomar unas breves vacaciones, y a lo que no hay que darle muchas vueltas, salvo si estás en contra de que tantas supersticiones influyan y mediaticen la vida de las personas, cohibiéndoles incluso mostrar su disconformidad para no ser tomados por herejes. Pero, de ahí a que esta semana sea santa, como afirma el discurso oficial, va un abismo.