Con todo, no seré yo quién se rasgue las vestiduras por las discrepancias que genera la fiesta de los toros en nuestro país. Asuntos más importantes sacuden la convivencia en España, más lacerantes que las corridas de toros, como son la pobreza que se extiende entre amplias capas de la población, el aumento de las desigualdades y un paro que deja a muchos trabajadores y sus respectivas familias a las puertas de la miseria y la exclusión social. Sin embargo, cuestiono las formas simplistas y faltonas con que se expresan y disienten “comunicadores” con fama, que no prestigio, en este país. No se corresponden con la supuesta “calidad” que aseguran atesorar ni con el nivel educativo que se les podría exigir. Más bien exhiben un estilo barriobajero propio de taberna de polígono de extrarradio. Quizá sea lo que buscan al considerar que es lo que demandan y con lo que se identifican sus seguidores. Allá ellos.
El salvajismo y la violencia hay que erradicarlos de cualquier espectáculo, incluido el mediático. Ni la tauromaquia vería mermar su atractivo si se suprimiesen de ella el sufrimiento y la muerte innecesarios del animal, dejando exclusivamente espacio para el lucimiento de la habilidad del torero frente a la nobleza e instinto del toro, ni el periodismo perdería “mercado” si se extirpase de él el recurso fácil, pero letal para su verdadera función informativa, del amarillismo, la maledicencia, la superficialidad y el afán por la espectacularidad. Ambas actividades requieren profesionales cualificados que, por lo que se ve, es su mayor problema. Tal vez sea éste el “quid” de la cuestión: toreros que se limiten a torear y no a masacrar a un animal, y periodistas que se circunscriban diligentemente a aportar información veraz, y no opinión tendenciosa, para que los ciudadanos se formen su propio criterio. A lo mejor es mucho pedir.