De vacaciones y otras fantasías, II. Esas fotos…

Publicado el 02 julio 2013 por Rafael García Del Valle @erraticario

Hay una sugerente mezcla de narcisismo y huida de la realidad en la fotografía del turista. Las imágenes tienen la capacidad de confirmarle al mundo que se ha vivido bajo el ideal establecido de disfrute y novedad. Todo lo cual abre las puertas a la relevancia dentro del grupo y permite incrementar el atractivo personal.

Pero también sirven para convencerse a sí mismo de que se ha logrado ser feliz, de que no se trata de una simple forma de responder tal y como la sociedad espera. El turista/fotógrafo no está tan preocupado por experimentar el momento como por acumular pruebas de su felicidad, llevado por el miedo a la rutina en que ha de seguir viviendo.

Susan Sontag comienza su libro Sobre la fotografía con la siguiente afirmación:

La humanidad persiste irredimiblemente en la caverna platónica, aún deleitada, por costumbre ancestral, con meras imágenes de la verdad.

Frente a la escritura o la pintura, “las fotografías procuran pruebas. Algo que sabemos de oídas pero de lo cual dudamos, parece demostrado cuando nos muestran una fotografía”.

Y, sin embargo, no dejan de ser una interpretación más del mundo, donde trozos de realidad son seleccionados, otros discriminados, ciertos aspectos son preferidos porque refuerzan el mensaje que se quiere transmitir, y otras muchas exposiciones de una misma realidad son desechadas porque restan valor a la imagen. Intensidad, pobreza de luz, textura, disposición geométrica… El fotógrafo decide cómo será el mundo en el preciso instante en que decide diseccionar un trozo sano y no otro cualquiera contaminado. Y viceversa.

En la mayoría de las situaciones en que se usa la fotografía, “su valor informativo es del mismo orden que el de la ficción”.

Hacer fotografías es una primera fase para el turista que va a la caza de situaciones. La segunda es la contemplación de las piezas cazadas de regreso a su confinamiento en la rutina de todo un año, y que permiten “elaborar un mundo sucedáneo, cifrado por imágenes que exaltan, consuelan o seducen”.

Casi resulta una ironía que el invento tuviera lugar en la época que más lo necesitaba:

Las cámaras comenzaron a duplicar el mundo en momentos en que el paisaje humano empezaba a sufrir un vertiginoso ritmo de cambios: mientras se destruye un número incalculable de formas de vida biológica y social en un breve período, se obtiene un artefacto para registrar lo que está desapareciendo.

La fotografía será la solución que “exorciza algo de la ansiedad y el remordimiento provocados por su desaparición”. Y en esa preocupación no hay tiempo para vivir el presente sino, al contrario, para convertir ese presente en recuerdo antes de que se nos escape, cuando en realidad nunca fue nuestro.

En la primera parte, se aludía al viajero universal que describió Julio Verne en la figura de Phileas Fogg, el explorador convertido en simple pasajero…

…que paga para que su viaje no se convierta en experiencia alguna, de la que hubiera que informar después. La vuelta al mundo es para él un esfuerzo deportivo y no una lección filosófica, ya ni siquiera parte de un programa educativo.

El flemático Phileas Fogg representa una figura que se puso de moda entre la élite de su tiempo, el globe trotter, al tiempo que, como personaje de Verne, un aviso del futuro que habría de llegar:

El estoico turista prefiere viajar con las ventanas cerradas; como gentleman, persiste en su derecho de no tener que considerar nada como digno de verse; como apático, rechaza hacer descubrimientos. Estas actitudes anuncian un fenómeno de masas del siglo XX, el hermético viajero a destajo, que transborda por doquier sin haberse fijado en ninguna parte en algo que no coincidiera con las imágenes de los prospectos.

Hoy en día, la apatía es la única realidad. La necesidad de aventuras, el sueño de un alma que grita desesperada de tanta rutina, de tanta “no-vida”. Realidad y sueño llegan a un acuerdo: la fantasía del turista que juega a vivir por un par de semanas, sabiéndose incapaz de gestos reales que enriquezcan su existencia.

El turista se refugia en su papel de fotógrafo porque ambas figuras son dos caras de una misma moneda: la no actuación. Se trata de “alguien que atraviesa un panorama de acontecimientos dispares con tal agilidad y celeridad que toda intervención es imposible”.

Pero la fotografía aparece como sucedáneo de la acción en tanto que convierte al individuo en cómplice del acontecimiento:

…el empleo de la cámara sigue siendo un modo de participación. Aunque la cámara sea un puesto de observación, el acto de fotografiar es algo más que observación pasiva. Como el voyeurismo sexual, es una manera de alentar, al menos tácitamente, a menudo explícitamente, la continuación de lo que esté ocurriendo.

“No se puede poseer la realidad, se puede poseer (y ser poseído por) imágenes”, dice Sontag. A falta de controlar la realidad, se controla la fantasía para que parezca real.

No se trata de que la fotografía medie en la relación entre un sujeto y un acontecimiento del que participa, sino que el único acontecimiento al que se tiene acceso es a la foto en sí.

La fotografía se ha transformado en uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación. [...] Hacer fotografías ha implantado en la relación con el mundo un voyeurismo crónico que uniforma la significación de todos los acontecimientos.

La cámara nos convierte en participantes directos, como fotografiados, o indirectos, como narradores, de sucesos que en realidad nunca formaron parte de nuestra vida. A falta de haberlos experimentado y sentido, necesitamos soñarlos.

Es lo que Slavoj Zizek llama “interpasividad”, creer o gozar a través del otro, en un mero acto de voyeurismo. Una contemplación que no incita a la acción, sino que el individuo se siente completo sólo observando cómo gozan otros en su lugar y “creyendo” gozar por él mismo. En este caso, el otro es el tipo de la foto que ya no es uno mismo porque no pertenece a esta realidad, sino al recuerdo reconfigurado.

Esto nos permite proponer la noción de falsa actividad: crees que estás activo, mientras que tu verdadera posición, como está encarnada en el fetiche, es pasiva.

(El acoso de las fantasías)

Aquí, la fotografía es el fetiche que, cual creencia primitiva, no sólo es una imagen muerta, sino que también ha atrapado “el alma” de la realidad que imita y las transmite al sujeto.

Y puesto que la sensación imaginada y la realidad experimentada activan las mismas áreas cerebrales, ¿para qué arriesgarse? La diferencia entre ambas está en un nivel más profundo, de transformación personal mediante la experiencia. Sin embargo, en una sociedad que sólo requiere del placer sentido, las distancias entre vivencia e imaginación no aportan diferencias que merezcan ser tenidas en cuenta.

En esta búsqueda de la satisfacción, el uso más popular de la fotografía siempre fue la conmemoración de los logros de los individuos en tanto que miembros de una familia o de algún grupo.

Mediante las fotografías cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos. Poco importa cuáles actividades se fotografíen siempre que las fotos se hagan y aprecien.

La imagen conmemora y restablece la continuidad de los momentos felices, situaciones perdidas con el paso del tiempo. Salva los buenos momentos y condena los malos al olvido. Todo pasado es fantasía, pero la imagen nos proporciona la fantasía de que la fantasía fue real al proporcionarnos las pruebas de la imagen.

Esta es una época nostálgica, y las fotografías promueven la nostalgia activamente. La fotografía es un arte elegíaco, un arte crepuscular. Casi todo lo que se fotografía, por este mero hecho, está impregnado de patetismo. […] Todas las fotografías son memento mori.

El testimonio de la despiadada disolución del tiempo. Cada imagen vale en cuanto que es una garantía de futuro, el ahorro para los tiempos tristes en que gracias a las fotografías coleccionadas se podrá huir lejos y pretender regresar al paraíso perdido.

Pero la imagen sólo es un trozo de realidad arrancado a su contexto. Las fotografías están ahí para abrirnos las puertas a un pasado irreal, reflexiona Sontag. En su fragmentación del espacio y su congelación del tiempo, toda fotografía se convierte en un misterio cargado de fascinación que incita a pensar en qué hay más allá de la imagen encuadrada.

Las fotografías, que en sí mismas no explican nada, son inagotables invitaciones a la deducción, la especulación y la fantasía.

La fantasía sin límites al gusto de los sueños. Nos hacen creer que sabemos algo del mundo si lo aceptamos tal como la cámara lo registra, que controlamos el curso de nuestras vidas si nos dejamos convencer por las apariencias que prueban que hemos seguido el camino correcto para ser felices.

Fue Feuerbach quien, en La esencia del cristianismo, allá por 1843, dijo aquello que la nueva época “prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser”. Quizás porque la imagen es más simple que la cosa en sí y, por tanto, más controlable, algo esencial es un mundo guiado por el miedo a la incertidumbre.

Reducir a fantasía lo Real, trozo a trozo, hasta que toda una vida consista en la sencillez de las risas y hermosos paisajes de un vasto álbum de fotos.

Viviendo en un mundo ficticio, es imposible alterar el mundo real. El terreno para la existencia se reduce a un “campo de concentración” donde todas las condiciones están científicamente controladas para suprimir la espontaneidad que es esencial a la vida, pues de ella surge el acto creativo que abre el rango de posibilidades futuras.

Hanna Arendt hablaba de la acción como la única forma de introducir novedades en el mundo y aumentan las posibilidades futuras. El hombre contemporáneo apenas introduce nada, sólo sueña que introduce; el mundo se agota ante la falta de actos realmente creativos.

Esto nos lleva a establecer los cimientos para la distopía inevitable cuando una sociedad se deja llevar por el placer sin más motivos que el placer mismo.

En Los orígenes del totalitarismo, Arendt expone cómo los regímenes totalitarios eliminan la realidad mediante la construcción de fantasías ideológicas que el pueblo desea creer. Un sistema donde no es posible distinguir la realidad de la ficción, la verdad de la falsedad. Pero, aunque se la pudiera adivinar, la ficción siempre será preferida en aras de la propia seguridad.

La magia del turista está en el deseo en sí mismo, en la fantasía interminable, en la eterna aspiración al tesoro escondido en parajes remotos e inalcanzables. El deseo no se cumple nunca, al contrario, se alimenta y reaviva porque ninguna otra cosa es posible cuando se buscan tesoros inexistentes, salvo reconocer la mentira.

En la obligación de ser felices en un sistema que no lo permite pero que siempre la promete, las imágenes de las vacaciones pasadas son las pruebas inventadas y necesarias para todos aquellos que quieren creer aunque les falle la fe.

Y en los momentos de mayor tribulación, dicen los sacerdotes del capitalismo, hay que agarrarse al rosario de recuerdos falsos para no desfallecer. Y rogar por que pase el invierno, siempre puesta la esperanza en el próximo verano…

Dormir… Soñar…

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