José Figueres
Quien haya sufrido la angustia que causa el trabajo corporal cuando su rudeza parece rebasar la resistencia humana, de seguro experimentará un particular goce con la lectura de los poemas que Cintio Vitier y Roberto Sosa le han dedicado al trabajo. Su propósito más evidente es que están dirigidos a los que, insensibilizados por su abundancia, piensan que, para una misma tragedia, el dolor de los pobres es menos dolor que el de los ricos, por el solo hecho de que están más entrenados para sufrir. El hallazgo de esos poemas significó mi afiliación incondicional a la poesía de ambos. Una poesía cuya belleza y hondura viajan en un lenguaje que alcanza aun a los humildes obreros que la inspiran: una muestra de solidaridad, en suma.
Vitier le habla, en su poema Trabajo, a un elegido del destino, un intelectual chineado, que pareciera tiene la oportunidad de enfrentarse al trabajo manual por primera vez:
Esto hicieron otros
mejores que tú
durante siglos.
De ellos dependía
tu sensación de libertad,
tu camisa limpia
y el ocio de tus lecturas y escrituras.
De ellos depende
todo lo que te parecía tan natural
como ir al cine
o estar triste, levemente.
Lo natural, sin embargo, es el fango,
el sudor,
el excremento.
(...) mejores que tú (...). El verso es un latigazo: acusador, sugerente: ni siquiera se merece el privilegio de la plenitud vivencial, porque no es fruto de su esfuerzo, sino del azar sin mérito que lo hizo nacer en determinado lugar y tiempo, libre de la obligación de trabajar duro, esa última versión ladina de la esclavitud.
A partir de ahí, comienza
la epopeya, que no es sólo
un asunto de héroes deslumbrantes,
sino también
de oscuros héroes, suelo de tus pisadas,
página donde se escriben las palabras.
El poeta ubica al intelectual, en la dimensión o el nivel que menosprecia, el trabajo arduo y anónimo, ajeno al reconocimiento y a la retribución que, con menor mérito, otros alcanzan.
Deja las palabras, prueba
un poco lo que ellos hicieron, hacen,
seguirán haciendo
para que seas:
ellos, (...)
Luego de esa invitación a convertirse en obrero, aunque sea por un tiempo, el poeta enumera para cada comodidad la correspondiente incomodidad que la hace posible, para patentizar la deuda invicta y permanente del intelectual con el obrero, porque aquel no sería posible sin éste, de quien parasita lo elemental y cotidiano de la vida.
Y remata el poema con una estrofa irrefutable:
Entra un poco, siquiera sea clandestinamente,
en el terrible reino de los sustentadores
de la vida.
Roberto Sosa, a la par del peón, en el poema La yerba cortada por los campesinos, con un mensaje plural señala:
Cuantas veces nos ha parecido
que lo más importante de nuestras vidas
es el vuelo de las abejas que precede a las colegialas
que retornan de las aulas, pensando en nada,
felices como peces.
Y cuántas veces hemos razonado
que la rebeldía contra un sistema de cosas
impuesto
a través
de asesinos alquilados
investidos
de infinitos poderes,
nos dignifica.
Luego sigue enunciando aquellos ideales que buscan eso, dignificar la vida, aun a costa de la vida misma, y que pareciera ser la mejor razón de vivir –y de morir– de los mejores seres humanos que la Historia recuerda y celebra; sólo que Sosa, sin menoscabar tales actitudes, invita a volver la mirada hacia lo cotidiano, que por cotidiano se nos vuelve invisible, si no es que irremediable, con lo que nos libramos de la sensación de deuda hacia el obrero:
En realidad
sólo
lo que hace el hombre
por enaltecer al hombre es trascendente.
Luego de leer esa estrofa es inevitable preguntarse: ¿Qué puedo hacer para enaltecer a mi prójimo? De seguido, sin dar tiempo para contestarse esa pregunta, Sosa se vuelve irrefutable cuando afirma:
La yerba cortada por los campesinos es igual a una constelación.
Una constelación es igual a una piedra preciosa,
pero el cansancio de los campesinos que cortaron la yerba
es superior al universo.
Sin duda unos versos que reflejan el humanismo suyo, ese que a juzgar por lo que confiesa en su poema Dibujo a pulso, inspira su afán de (...) construir/ con todas mis canciones/ un puente interminable hacia la dignidad, para que pasen/ uno por uno, / los hombres humillados de la tierra.
Cintio Vitier y Roberto Sosa, dos Aconcaguas de la poética americana, enaltecen al imprescindible y anónimo peón, echando –aquí amplío el alcance de las palabras de Sara Rolla– junto a Martí, “sus suertes con los pobres”.
Santiago Porras
San José, marzo de 2006.
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Art Poet
Roberto Sosa
Roberto Sosa (Yoro, Honduras, 18 de abril de 1930 – Tegucigalpa, Honduras, 23 de mayo de 2011), uno de los más prestigiosos en su país.
Estudios de Maestría en Artes en la Universidad de Cincinnati (Ohio)
Director de revistas literarias y galerías de arte, catedrático de literatura y escritor residente en el Upper Montclair College en Nueva Jersey
Su obra poética ha sido favorablemente comentada en España, Cuba, Colombia y México.
Premios
Primer Latinoaméricano en ganar Premio Adonáis de Poesía (España), 1968, Los pobres (Editorial Rialp)
1971, Premio Casa de las Américas, Un mundo para todos dividido
1990, Caballero en la Orden de las Artes y las Letras, Francia
Obras:
1959: Caligramas (Tegucigalpa)
1966: Muros (Tegucigalpa)
1967: Mar interior (Tegucigalpa)
1967: Breve estudio sobre la poesía y su creación
1968: Los pobres (Madrid)
1971: Un mundo para todos dividido (La Habana)
1981: Prosa armada
1985: Secreto militar
1987: Hasta el sol de hoy
1990: Obra completa
Antología personal
Los pesares juntos
1994: Máscara suelta
1995: El llanto de las cosas
Su obra ha sido traducida al alemán, chino, francés, inglés, italiano, japonés y ruso.