Ambición no le falta al autor, que acomete a través de la incursión patagónica una inmersión en toda regla a la esencia de la historia, siguiendo durante más de cien años las distintas generaciones de la familia que pasaron por ese pequeño pueblo de Facundo. Y tampoco le falta inteligencia, porque sabedor de la poliédrica realidad que quiere explorar, se ayuda de tres guionistas más (Horacio Altuna, Hernán González y Alejandro Aguado) para que el discurso de la obra se enriquezca y gane en pluralidad, que se enriquece todavía más con un último capítulo que, al igual que en Fueye, rompe la ficción para entrar en la realidad, generando una relectura de todo lo anterior en términos que permiten aportar una nueva reflexión, tanto desde las motivaciones que el propio autor ha tenido para acometer esta obra como desde una perspectiva casi de estudio académico sobre la Patagonia que permite al lector profundizar todavía más en lo leído.
Es realmente sugerente cómo a través de ese foco que sigue a los habitantes de Facundo, se establece un sutil análisis de una cantidad casi infinita de temas: la compleja relación del argentino con los poblados indígenas, muy diferente a las que se pudieron establecer en otros momentos y lugares del mismo continente; las consecuencias de un mestizaje casi obligado en un escenario perdido que apenas tiene un habitante por kilómetro cuadrado, una lugar donde hay más aire, viento y polvo que humanidad; las diferentes olas migratorias que conformaron esa realidad multicultural argentina… Hay que estar muy atentos a la lectura de Dear Patagonia: no hay detalles inútiles o caprichos frívolos de dibujante, todo tendrá un sentido, en algunos casos sorprendente en su inclusión y consecuencias no tanto para la trama de la historia como para la reflexión que induce sobre los diferentes temas tratados. No puedo evitar aquí hablar de cómo gestiona González esa película rodada en los primeros capítulos, que resultará un elemento recurrente y protagonista en sí mismo, tanto por su contexto como por las propias meditaciones que le acompañan.
No es fácil conseguir la cuadratura del círculo, pero González casi la logra: a todo lo anterior, a ese minucioso trabajo de guión, hay que añadir una labor gráfica que sólo admite el calificativo de soberbia. Esa luz y atmósfera que da a toda la obra se convierte por derecho propio en el verdadero protagonista de Dear Patagonia, tan omnipresente como asfixiante, opresiva hasta alzarse como columna vertebral de la narración a través de esos momentos donde el autor para el relato para volver al espacio, a la vacía soledad que deja oír el sonido de la nada, de lo infinito, que toma voz propia con el tono del sordo rumor de viento. Me recuerda, no sé por qué, a una antítesis del tratamiento luminoso de las pinturas de Turner, de la que es difícil separar la mirada, dotada de una fascinación particular que obliga a atenderla como un mantra caleidoscópico. Como en Fueye, el autor se prodiga poco en los excesos narrativos durante la ficción, aunque deje caer con cuentagotas atrevidas composiciones, pero se libera por completo cuando pisa la realidad, rompiendo toda regla preconcebida para transitar entre el diario y el cuaderno de viajes, entre la experimentación radical narrativa y la improvisación de la ilustración esbozada. Un contraste que resalta todavía más esa capacidad analítica que aporta la parte final de la obra, rompiendo el esquema tópico de los ficcional imaginario frente a lo real palpable: la ficción tiene un tratamiento naturalista con trazo visceral, de esa fuerza que comparte con otros autores como De Crecy o Blutch; la realidad es pura interpretación visual, una reflexión gráfica sobre lo ficcionado que exige al lector ir más allá de lo ilustrado para obtener sus propias conclusiones.
Una obra que deja tras su lectura muchos posos: las imágenes del cielo patagónico que vuelven y vuelven a cada momento que cierras los ojos, las ideas sobre el origen de la identidad de un pueblo que diluyen el concepto de patria hasta dejarlo irreconocible y, por supuesto, la inexcusable sensación de haber leído uno de los mejores tebeos que se han editado este año.
(No se pierdan el blog de Jorge González, con muchas imágenes de la obra)