Dear Patagonia

Publicado el 16 noviembre 2011 por Alvaropons

Dicen que la primera frase de un libro es la clave para que un lector siga adelante o no. De que quede atrapado en la telaraña urdida por el escritor o de que abandone la lectura a golpe de bostezo. Intento recordar y, la verdad, no sé si esas pocas líneas iniciales han tenido alguna vez ese efecto magnético en alguna novela que haya leído, pero tengo claro que Jorge González lo ha conseguido totalmente con las primeras páginas de Dear Patagonia. Ese cielo plomizo, inmenso y omnipresente, esas viñetas dónde sólo vemos esa atmósfera turbia actúan como una catapulta que introduce al lector en la obra casi con arrebato, con violencia, a empellones sin consideración que te dejan desvalido ante lo que parece un relato de la soledad de los grandes páramos patagónicos, pero que pronto comenzará a evolucionar, a dar giros insospechados para crecer en complejidad y pluralidad. Ese relato inicial del joven encerrado en el culo del mundo, con ansias de libertad que ve en la gran ciudad la utopía es tan sólo el cimiento necesario para ahondar en un tema más peliagudo y difícil, tan espinoso como el propio concepto de identidad de un pueblo. La historia de la familia del inquieto Julián es la historia del emigrante obligado, del colonizador a la fuerza que no busca una patria, sino trabajo y paz para su familiar allá donde sea. Desde ese ejemplo casi didáctico, si se me apura tan previsible en su planteamiento como reiterativo y común a otros escenarios y geografías, González va dejando matices diferenciados, esos “versos sueltos” que no encajan en primera lectura pero que van sembrando la realidad que el autor quiere explorar y que comenzará a vislumbrarse en un ritmo in crescendo que irá profundizando lentamente en la compleja naturaleza de la identidad de una sociedad, de esos conceptos tan ambiguos como la tierra, las raíces, los orígenes. Y de la pluralidad multiforme de la Argentina, González toma el elemento precisamente más multifacético: la Patagonia. Y va recorriendo el camino de la ficción a la realidad, desde aquellos momentos donde su nombre era sinónimo de aventura austral, de científicos heroicos a la busca de lo desconocido, para pasar una evolución lógica que lo lleva de la leyenda al desconocimiento, del desconocimiento al misterio, del misterio al miedo, del miedo a la ignorancia y de la ignorancia al descubrimiento. En un camino que deja abierta la puerta a la reflexión sobre cada uno de esos pasos y sobre cómo cada uno de ellos se imbrica hasta hacerse indisoluble con un concepto de patria que no tiene que ver con líneas geográficas, sino con historia, pasado y ese refrán tan sabio que dice que uno es “de donde pace, no de donde nace”.
Ambición no le falta al autor, que acomete a través de la incursión patagónica una inmersión en toda regla a la esencia de la historia, siguiendo durante más de cien años las distintas generaciones de la familia que pasaron por ese pequeño pueblo de Facundo. Y tampoco le falta inteligencia, porque sabedor de la poliédrica realidad que quiere explorar, se ayuda de tres guionistas más (Horacio Altuna, Hernán González y Alejandro Aguado) para que el discurso de la obra se enriquezca y gane en pluralidad, que se enriquece todavía más con un último capítulo que, al igual que en Fueye, rompe la ficción para entrar en la realidad, generando una relectura de todo lo anterior en términos que permiten aportar una nueva reflexión, tanto desde las motivaciones que el propio autor ha tenido para acometer esta obra como desde una perspectiva casi de estudio académico sobre la Patagonia que permite al lector profundizar todavía más en lo leído.
Es realmente sugerente cómo a través de ese foco que sigue a los habitantes de Facundo, se establece un sutil análisis de una cantidad casi infinita de temas: la compleja relación del argentino con los poblados indígenas, muy diferente a las que se pudieron establecer en otros momentos y lugares del mismo continente; las consecuencias de un mestizaje casi obligado en un escenario perdido que apenas tiene un habitante por kilómetro cuadrado, una lugar donde hay más aire, viento y polvo que humanidad; las diferentes olas migratorias que conformaron esa realidad multicultural argentina… Hay que estar muy atentos a la lectura de Dear Patagonia: no hay detalles inútiles o caprichos frívolos de dibujante, todo tendrá un sentido, en algunos casos sorprendente en su inclusión y consecuencias no tanto para la trama de la historia como para la reflexión que induce sobre los diferentes temas tratados. No puedo evitar aquí hablar de cómo gestiona González esa película rodada en los primeros capítulos, que resultará un elemento recurrente y protagonista en sí mismo, tanto por su contexto como por las propias meditaciones que le acompañan.
No es fácil conseguir la cuadratura del círculo, pero González casi la logra: a todo lo anterior, a ese minucioso trabajo de guión, hay que añadir una labor gráfica que sólo admite el calificativo de soberbia. Esa luz y atmósfera que da a toda la obra se convierte por derecho propio en el verdadero protagonista de Dear Patagonia, tan omnipresente como asfixiante, opresiva hasta alzarse como columna vertebral de la narración a través de esos momentos donde el autor para el relato para volver al espacio, a la vacía soledad que deja oír el sonido de la nada, de lo infinito, que toma voz propia con el tono del sordo rumor de viento. Me recuerda, no sé por qué, a una antítesis del tratamiento luminoso de las pinturas de Turner, de la que es difícil separar la mirada, dotada de una fascinación particular que obliga a atenderla como un mantra caleidoscópico. Como en Fueye, el autor se prodiga poco en los excesos narrativos durante la ficción, aunque deje caer con cuentagotas atrevidas composiciones, pero se libera por completo cuando pisa la realidad, rompiendo toda regla preconcebida para transitar entre el diario y el cuaderno de viajes, entre la experimentación radical narrativa y la improvisación de la ilustración esbozada. Un contraste que resalta todavía más esa capacidad analítica que aporta la parte final de la obra, rompiendo el esquema tópico de los ficcional imaginario frente a lo real palpable: la ficción tiene un tratamiento naturalista con trazo visceral, de esa fuerza que comparte con otros autores como De Crecy o Blutch; la realidad es pura interpretación visual, una reflexión gráfica sobre lo ficcionado que exige al lector ir más allá de lo ilustrado para obtener sus propias conclusiones.
Una obra que deja tras su lectura muchos posos: las imágenes del cielo patagónico que vuelven y vuelven a cada momento que cierras los ojos, las ideas sobre el origen de la identidad de un pueblo que diluyen el concepto de patria hasta dejarlo irreconocible y, por supuesto, la inexcusable sensación de haber leído uno de los mejores tebeos que se han editado este año.
(No se pierdan el blog de Jorge González, con muchas imágenes de la obra)