Nuestra actual sociedad favorece la sobreprotección de los niños y niñas, pero como verás ofrecerles autonomía es necesario para una formación personal plena.
La autonomía que se le otorgue, siempre dentro de los límites razonables y legales para evitar riesgos.
Crecer con autonomía, la que vaya permitiendo su desarrollo y maduración, es un requisito imprescindible para que comprueben pronto que cualquier acción tiene sus consecuencias.
Cuando el educador o educadora entiende que hay que evitar las consecuencias de sus acciones: evitar que se caiga (que no corra, que no ande, que no suba y baje escaleras), que se roce las rodillas (pantalones largos, suelos protegidos), que derrame un líquido (vasos tentetiesos, manteles plastificados) tiene resultados muy negativos posteriormente por no haber permitido adquirir la conciencia de riesgo.
El papel adecuado y regulador del educador es el de limitar los riesgos pero no evitarlos todos, hay riesgos físicos "medidos" que deben afrontar desde sus primeros movimientos y cuando se desplazan andando.
Hay otros que pertenecen a contextos de higiene tienen que mancharse las manos, aunque luego haya que aprender a lavárselas (en lugar de ofrecerles ceras que no manchan, arcilla blanca que no se pega a las manos, tijeras que no cortan, los patios están cubiertos de cemento y el arenero no se lleva agua).
En el juego, tanto una como otra van a depender de la orientación del adulto que las posibilita. Es el educador quién determina el nivel de autonomía que se ofrecen en el juego infantil.
En todo juego hay que posibilitar un margen de riesgo protegido que les permita experiencias de autonomía y de "conflicto" personal sobre el hacer o no hacer, hacer así o de otra forma.
Un niño sin experiencias de hacerse daño en la rodilla, de haberse manchado las manos habitualmente en los juegos de patio o en las actividades de plástica; que no haya derramado un vaso con agua o no haya roto algún objeto "rompible", como las páginas de un cuento, está privado de la noción del riesgo como consecuencia de su acción.
Conviene reflexionar sobre estas experiencias, que pueden resultar escandalosas cómo son propuestas, para ajustarlas a un tratamiento equilibrado y consciente por parte del educador y de la familia, con quienes es necesario compartir las diferentes orientaciones.
Otros se refieren al cuidado del entorno y al valor de lo que les rodea, que por supuesto hay que mostrarles que se debe cuidar el entorno, para que sientan una sensibilidad por éste y una posterior valoración y respeto. Son las experiencias por ejemplo con el agua en los aseos: salpicarla o inundar-mojar el suelo.
Los grifos son inasequibles o se les deja creer que están solos, lo mismo que aquello del ojo de Dios que todo lo ve y que controla desde fuera las acciones de los eternos inmaduros adultos, a los niños se les hace creer que el educador siempre ve lo que están haciendo para controlarlos.
Hay que subrayar, para una comprensión ajustada sobre este apartado, que no se está preconizando que se hagan daño, se ensucien y rompan y destrocen.
Esto nos colocaría en una postura educativa absurda. Lo que desde aquí se realza es la conveniencia de que los niños y niñas experimenten los riesgos medidos y consecuencias protegidas de sus acciones.
Antes de los 3 años cuando el dolor de caerse hace que sientan un dolor limitado pero que como asusta tanto, más adelante les ayude a poner los medios para no hacérselo ni a sí mismo ni a los demás.
El objetivo es favorecer una identidad consciente a través de comprobar las consecuencias de sus acciones.