La tauromaquia es una tradición madurada por el paso del tiempo a fuego lento, ahormada con el martinete y el yunque de las sociedades pobladoras de la piel del Toro, que han ido forjando la Fiesta conforme a sus gustos y tabúes. Como ejercicio artístico, fueron Pepe Hillo en 1796 y Paquiro después, antes de que Telefónica usurpara su nombre para dar una beca anual al dios de Galapagar, los encargados de darle canon, sentido y ley. Aunque mucho antes de eso, cuando esta tierra era un terrón moro, ya había caballeros que lidiaban y alanceaban toros en las calles y plazas de los pueblos. Es pues, el de matador de toros, más que un oficio, una figura histórica e inclasificable, cuyo espiritu siempre ha estado por encima del cuerpo que lo regenta, por grandiosa coleta que luciera.
Para que haya llegado el vocablo "torero" con misterio y grandeza a este siglo de evolución tecnológica y necedad humana, logrando pervivir en el subconsciente de la muchedumbre como definición de héroe sobrehumano, casi mitológico, capaz de vagar cada tarde entre nuestro mundo y el de las tinieblas, el precio a pagar ha sido elevadísimo. Familias rotas, niños perdidos que abandonaron su casa con dientes de leche en busca de un sueño, cientos de cadáveres de torerillos que dieron la vida en cumplimiento de su deber, esposas jóvenes con luto de por vida, valientes tullidos como si chusma de guerra se trátase, millonarios que por media docena de malas tardes acabaron de mendigos y toda clase de penurias y lamentos imaginables es el impuesto que se ha tenido que apoquinar para amortizar la longevidad del toreo.
Y el aficionado suele adorar religiosamente a aquellos mitos que sus ojos no han visto, normalmente por sus hazañas, su arte o por la repercusión social -muchos trascendieron los ruedos revolucionariamente-. Pero son pocas las veces en las que suele discurrir en el verdadero mérito de estos hombres: fueron pioneros, fundaron, asentaron y difundieron un espectáculo atávico que acabó siendo el arte por excelencia de este país. El toreo les pertenece.
Ahora estos del jédiez y otros que se relamen por estar dentro de tan selecto grupo, con más chulería que un cortapichas quieren montarnos, a la vejez, una sublevación por los derechos de imagen televisivos. No recuerdan, o no saben, que su oficio, a pesar de la plaga de las escuelas taurinas, no se estudia en FP, ni es negocio que se hereda cuanto tu viejo se jubila, tampoco creo que a ninguno de ellos le hayan colocado el cañón de una pipa en la sien para que se haga torero. La tarde en la que toman alternativa no es un día de fiesta cualquiera, es el solemne acto en el que toman unos votos y comprometen su vida a la de matador de toros. Pero todo esto, parece, se ha olvidado. A las vergüenzas de los últimos años me remito, a toda esa tropa paseando por revistas, juzgados y platós; a la pena que da, que se te caen los cojones al suelo, al ver un torero andar por la calle, con pinta de botones o fontanero; lamento que es similar cuando abren la boca en la radio, o desnudan el arcano de su oficio en las redes sociales; han trivializado la tauromaquia, una religión fundada, como hemos dicho antes, a base de sufrimiento humano, colocándola al nivel de un circo de provincias.
Así que si quieren cobrar derechos de imagen, que los cobren, están en su derecho, faltaría más, pero que antes de pedir, pedir y pedir, adquieran conciencia de que tienen los números de la cuenta de la vergüenza en rojo.