Es hora de decirle a la sociedad algunas verdades. Una de ellas es que el empleo, tal como lo hemos conocido, no volverá. Otra, que el empleo no garantiza la igualdad, sino todo lo contrario: perpetúa la dominación de una clase social sobre otra. Y si ese dominio fue atenuado algo por legislaciones progresistas, hoy, el triunfo de la derecha, unido al abandonismo de la mayoría social, supone un regreso al siglo XIX.
La garantía de un ingreso mínimo, pagado por el Estado de forma incondicional a todas las personas, es uno de los ejes del nuevo Contrato Social que, más pronto que tarde, habrá que establecer para equilibrar la devastación causada por las políticas de la globalización neoliberal. Esta evidencia ha ido abriendo paso en el debate social a la propuesta de implantar una Renta Básica de Ciudadanía (RBC). Una alternativa con que cuenta la sociedad gracias a la capacidad de resistencia con que sus defensores, aguantando el chaparrón de críticas más o menos serias y trasnochadas monsergas ideológicas, hemos conseguido mantener encendida la antorcha de una propuesta para ampliar la libertad de las personas.
Frente a los fuegos de artificio del discurso liberal que, a la postre, sólo persigue libertades como la libertad de despido, surge la idea liberadora de garantizar un ingreso a todas las personas. Propuesta que aspira a reducir, siquiera en parte, el dominio de una minoría detentadora de los medios de producción, distribución y financieros, sobre una mayoría obligada a trabajar al servicio de esa minoría. Una élite que, saltándose las más elementales reglas de la democracia, apoya un Sistema corrupto hasta límites indescriptibles, que se sostiene ideológicamente sobre la promesa del pleno empleo. Es hora de decirle a la sociedad algunas verdades. Y una de ellas es que el empleo, tal como lo hemos conocido, no volverá. En la sociedad industrial el empleo se constituyó como un artificio cultural y económico mediante el cual se estructura la división social del trabajo y la distribución de la riqueza, conforme a las pautas del Orden Establecido en una sociedad regida por el modelo capitalista, que por definición se basa en la desigualdad. Lo que determina que el empleo sea el agente principal a través del que se articula la reproducción de un sistema social desigual. De hecho, la primera desigualdad se produce en el acto contractual por el que una persona vende a otra su tiempo, fuerza y capacidad de trabajo a cambio de un pago económico: el salario.
En una sociedad idílica, tal vez ese contrato se pudiera realizar en condiciones de igualdad. Pero en la sociedad real en que vivimos, el contrato se realiza bajo un ordenamiento laboral en que una de las partes, la empleadora, obtiene unas grandes ventajas (disposición del tiempo, disciplinarias, etc.) sobre la otra parte, la empleada. Es decir, que el empleo no garantiza la igualdad, sino todo lo contrario: perpetúa la dominación de una clase social sobre otra. Y si ese dominio fue atenuado algo por legislaciones progresistas, hoy, el triunfo de la derecha, unido al abandonismo de la mayoría social, está llevando la situación de dominio a condiciones más propias del siglo XIX. Las sucesivas reformas laborales de los últimos años han convertido al empleado en un guiñapo abandonado al capricho de la patronal.
"Los filántropos llaman bienhechores de la Humanidad a los que, para enriquecerse sin trabajar, dan trabajo a los pobres", escribía Paul Lafargue hace más de un siglo, señalando que: “Una extraña pasión invade a las clases obreras de los países donde reina la civilización capitalista [...]. Esa pasión es el amor al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura. En vez de reaccionar contra esa aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas, han sacrosantificado el trabajo”.
Incluyendo a los economistas y moralistas de izquierda que siguen confiando en los cantos de sirena de la recuperación del empleo. cuya única alternativa es confiar en la creación de empleo. Con unas cifras de pobreza, desempleo y precariedad rozando los límites de la dignidad humana. Con seis millones de parados, seiscientos mil exiliados laborales y millones de empleados en inasumibles condiciones de precariedad, algunos siguen pidiendo trabajo. Paul Lafargue tenía como suegro nada menos que a Karl Marx. Éste, en su Crítica del programa de Gotha, advirtió a los congresistas del Partido Social Demócrata alemán que no se dejaran deslumbrar por los cánticos de alabanza hacia las mitificadas virtudes del trabajo:
El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es la fuente de los valores de uso [...] ni más ni menos que el trabajo, que no es más que la manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre [...]. Los burgueses tienen razones muy fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural; pues precisamente del hecho de que el trabajo está condicionado por la naturaleza se deduce que el hombre que no dispone de más propiedad que su fuerza de trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de civilización, esclavo de otros hombres, de aquellos que se han adueñado de las condiciones materiales de trabajo. Y no podrá trabajar, ni, por consiguiente, vivir, más que con su permiso.
No podrá trabajar, ni, por consiguiente, vivir más que con permiso de otro. Eso es lo que la Renta Básica de Ciudadanía pretende evitar, no crear vagos, como rutinariamente sostienten los detractores de la propuesta. Que deberían molestarse en constatar que, en el panorama laboral, lo que más abunda hoy no es precisamente una horda de felices holgazanes.
Cesen, por tanto, de sermonear los predicadores y dejen que se escuche la voz de esos trabajadores, cualificados o no, con salarios y condiciones laborales precarias; que hablen esos jóvenes excluidos del acceso a un empleo estable; que se oiga esos padres que trabajan a doble turno para sostener a su familia; y, sobre todo, que se escuche la voz de esa legión de personas excluidas durante periodos de larga, larguísima duración, del acceso a un empleo digno y suficiente para vivir.
Los avances tecnológicos y el traslado de la producción de bienes materiales a países con mano de obra barata permiten al capitalismo actual obtener pingües beneficios empleando sólo al 20% de la población activa. De hecho, ya hay estudios que vaticinan el pronto establecimiento de la sociedad 20-80.
Pero, para que los miembros de la clase privilegiada puedan seguir ocupándose de la desorganizacion del mundo, no sólo precisan de la clase productiva que suministra los bienes y servicios básicos. Necesitan, además, que haya una subclase que se encargue de realizar las tareas más desagradables de la vida cotidiana, como la limpieza. Desde las viviendas hasta los salones del Parlamento, la Bolsa, la Banca y las Compañías Mercantiles, todo debe estar tan limpio como una patena. Igual que los confortables, elegantes y climatizados despachos donde los encorbatados dirigentes dicen trabajar duro.
Eso sí, los limpiadores de la basura no están exentos de contaminarse con ella a través de los contratos basura. Y para que ningún precario se crea con derecho a negarse a limpiar la basura ajena, existe una ideología hecha a la medida del interés de los que están arriba: la ideología del trabajo como virtud, bajo la que se esconde la realidad del trabajo realizado por cuenta y beneficio y permiso de otro.
Y es aquí, más allá de los debates bizantinos sobre la holgazanería, donde adica la auténtica esencia del Ingreso Garantizado: al proporcionar seguridad personal a las personas evitaría que muchos tenga que ir por la vida pidiendo permiso para vivir. Hoy está en boga hablar de empoderamiento para muchos sectores de la sociedad. ¿Por qué no empoderarnos de golpe todas y todos nosotros?
Este es el verdadero quíd de la cuestión, y no la pretendida inviabilidad de la RBC, que siendo una objeción en apariencia consistente, se derrumba a la vista de las ingentes sumas de dinero público inyectadas al sistema financiero, que suponen en torno al 28% del PIB. Mientras que la asignación presupuestaria para implantar la RBC sólo representaría alrededor del 5% del PIB.
Situados frente al dilema sobre defender o no la reivindicación de la Renta Básica de Ciudadanía ¿dónde debe situarse Attac: en el lado del tópico o en el lado de los perdedores del actual sistema?