Deberíamos perder los miedos, esos que nos han inyectado en las venas, esos que nos sirven de excusa para no reclamar nuestros derechos, esos que ahogan nuestras gargantas a la hora de gritar por las injusticias, esos que nos mantienen sometidos e impiden nuestra felicidad. Deberíamos desmarcarnos de los cobardes y los hipócritas que han contribuido a engrandecer nuestros miedos, devolverles uno a uno los terrores que nos han tatuado en el pecho, lanzarles a la cara las armas con que han cimentado su poder.
Y deberíamos estar listos en el andén cuando llegue ese tren, quizás no habrá otros. La suerte consiste en que coincidan la oportunidad y la preparación. Más vale que esa oportunidad no nos llegue por sorpresa cuando estemos dormidos o entretenidos en el caos y las prisas del mundo. Muchos han puesto sus esperanzas en cosas ajenas, mientras que los triunfadores las han puesto en sí mismos.
Y deberíamos disfrutar de lo sencillo, de las cosas pequeñas, del aire limpio que aún queda, de los niños, de los payasos, de los detalles, de los libros, de las buenas intenciones del que está a tu lado, de una sonrisa que te regalen o de una que te arranquen a la fuerza. También deberíamos creer aunque parezca sin sentido; confiar un poco, no demasiado; y por último no deberíamos abandonar las ilusiones y los sueños que hemos soñado despiertos.