El año 77 trajo el nacimiento de Amanda, el tercer disco, nuevos problemas con los terratenientes, los primeros festivales y una grave enfermedad de José que le pudo costar la vida.
Llevaba todo el día con un comportamiento extraño: tenía fiebre, le dolía la cabeza y se mudaba, cada dos por tres, de nuestra cama a la de los niños. Pronto comenzó a decir frases incoherentes y avisé al médico que se temió una meningitis y lo mandó al Hospital Virgen Macarena.
Lo tuvieron en observación día y medio, amarrado porque se tiraba de la cama. Le hicieron fondo de ojos, comprobaron la elasticidad de la nuca, análisis, radiografías… Al atardecer, me convoca la Doctora Capilla, en Psiquiatría y me dice, tan fresca, que lo que tiene José es delirium tremens. “Doctora, este hombre sólo bebe habitualmente agua o refrescos y de vez en cuando, una cerveza, o un vino”. Y ella, erre que erre, que los hombres, por detrás de una… la convencí: era imposible porque José, cuando no cantaba, estaba siempre conmigo o en el campo y sólo llevaba agua.
Una interminable espera y me recibe, de nuevo, muy seria: “Cierto, Señora, no era delirium tremens, pero lo siento porque, lo que su marido tiene, es esquizofrenia… Debe de ser usted muy prudente y que él nunca note que usted o sus hijos le tienen miedo… y, sobre todo, vigile que nunca abandone el tratamiento que le vamos a prescribir.” Y el mundo se hundió.
Lo ingresaron en la planta de Psiquiatría y no estaba permitido a los familiares quedarse en esas habitaciones así que me dispuse a pasar una de las peores noches de mi vida, sola, en aquella sala de espera. Pero había leído en alguna parte que la esquizofrenia presentaba una serie de síntomas que jamás había observado en José. Solicité llevármelo a la clínica de pago Sagrado Corazón, a dos minutos del hospital, pero al no estar casados, no tenía derecho a hacerlo. Como un rayo, llamé a un hermano de Paco Díaz Velázquez, que era jefe de planta en ese hospital, y me dijo que no lo moviera de allí y que, mientras él llegaba, pidiera, de su parte, que lo fuera examinando de toda urgencia un médico internista .
Era meningitis. Lo mudaron a la planta de medicina interna y a los pocos minutos vino a disculparse la psiquiatra, muy afectada y nerviosa:“le ha salvado usted la vida; si se hubiera quedado toda la noche sedado y sin la adecuada medicación, la evolución de la enfermedad hubiera sido desastrosa”.
Al día siguiente, tras la visita del equipo médico, me informaron que José estaba atravesando horas cruciales, que fuera a casa a ver a los niños y descansara algo para volver con más serenidad y fuerza. Nunca olvidaré aquellas horas. Pasé un rato con los niños, que se quedaban con las vecinas, y regresé al hospital a esperar. Los antibióticos hicieron un efecto fulminante y a los dos días me dijeron que ya estaba fuera de peligro y, salvo contratiempo, seguiría ingresado allí sólo una semana.
Al enterarse, por el equipo médico, del trance por el que acababa de pasar y recomendarle que durmiera mucho y tranquilo de estar fuera de peligro les respondió: “No quiero ni dormir pa no perder tiempo, de las ganas que tengo de vivir”. Mejoró rápidamente y una mañana, volviendo de desayunar, vi al fondo del pasillo un buen puñado de gente; enfermos y personal del hospital delante de una puerta, mirando hacia dentro, y me asusté cuando advertí que era la habitación de José. Hasta que me acerqué un poco más y pude oír su voz: les estaba cantando Volver, un viejo tango de Gardel.
Se recuperó rápidamente en casa y varias semanas después ya salía con las cabras y, de nuevo, tenía problemas en las Vías Pecuarias. Un par de juicios que se resolvieron, como el anterior, a nuestro favor pero le acarrearon el odio de algunos pelentrines que, como los terratenientes, usurpaban las vereas colindantes a sus tierras. Y la Guardia civil arrimando candela y denunciándolo por pastoreo en fincas privadas, a sabiendas de que se trataba de terrenos de titularidad pública.
Nadie más que él reivindicaba las vereas y era una lucha desigual; ellos tenían medios y la connivencia de la benemérita y nuestra economía no soportaba tanta factura de abogado y procurador, no podíamos seguir así y se iba a convertir en la tablilla del coto : “No me pidas que reniegue de la razón. ¿Son públicas o no las vereas? Ahí voy a estar, en las vereas, porque me asiste la razón y si me convierto en la tablilla del coto será porque sólo las reses que se escapan enfadan al cazaor… y debo de ser mu buena presa, cuando tengo tantas escopetas apuntándome”