Desde que comencé la visita a Fátima, no he parado de decirlas. Fátima está en su cama, decaída, sin ganas; apenas abre los ojos, ni saludar puede la pobre. Poco apoco se anima, dialoga, recuerda pequeñas anécdotas... Vemos juntos el libro-juego que le llevo. Elegí uno sobre el desierto pues es marroquí y le es familiar. Su hermanita Wyam va tomando confianza. Me habla (antes nunca lo hacía) y quiere jugar. La incorporo al grupo: animará a Fátima. También su primo Rachid, que está más callado y no puede evitar mostrar una seria tristeza. El corazón de papel que tenía previsto construir se queda en los primeros plegados: olvidé cómo prosigue... Esto me apura un poco, era la actividad que sostendría la charla... Pero no pasa nada, Fátima todo lo perdona.
Ella misma describe lo que hago: que hablo mucho -me dice-; que me equivoco de nombres, que digo bogadas... Por un momento finjo que me indigno, luego intento explicarle con dulzura que digo bobadas, pero no soy tonto... que lo hago porque es divertido y le distrae... La explicación sobraba.
Antes de visitarle pienso siempre en qué diré, en qué haré cuando esté ante ella, en cómo pasaré esos minutos preciosos y difíciles que le quedan sin desperdiciarlos. No puedo resignarme con ella, tengo que llevarle un soplo de normalidad, un aire de broma, reírnos un poco en la vida que nos queda...
Me ronda por la cabeza una vieja canción: Cuéntame una tontería, cuando suene la agonía...