Autor: Gabriel García Márquez. La asertividad se define formalmente como la expresión consciente, congruente, clara, directa y equilibrada, cuya finalidad es comunicar nuestras ideas y sentimientos o defender nuestros legítimos derechos sin la intención de herir o perjudicar, actuando desde un estado interior de autoconfianza, en lugar de la emocionalidad limitante típica de la ansiedad, la culpa o la rabia.
Se trata simplemente de expresar con serenidad, respeto y claridad lo que pensamos y sin embargo, ello supone un esfuerzo mayúsculo y una barrera imposible de superar para algunos. De tal manera, que se callan opiniones con el afán de no molestar o en el extremo opuesto, se manifiestan en desmedida proporción. Como siempre y como en todo: la virtud en el punto medio.
Si el camarero acerca hasta nuestra mesa la bebida que le hemos pedido y nos damos cuenta de que la copa está sucia, habrá básicamente tres tipos de reacciones: armar un escándalo y pedir de inmediato el libro de reclamaciones; callar y utilizar la copa sucia (aunque hacerlo nos conlleve un importante grado de enfado) o solicitar simplemente al camarero que por favor nos la cambie. Esta última reacción, que sería la más asertiva, no siempre sucede.
No hay que confundir la asertividad, con el hecho de llevar siempre la razón, obviamente. Se trata de expresar nuestras opiniones sin miedo y en sus justos términos y aún reconociendo que podemos estar equivocados.
Los ejemplos de falta de asertividad son conocidos: algunas personas suponen que el hecho de expresar lo que sienten podría poner en peligro una relación y prefieren callar por ello. Otras veces se duda de que lo que uno está pensando sea suficientemente bueno y se calla por temor a quedar en ridículo. También ocurre que hay quien prefiere ignorar un derecho a reclamarlo, porque el desasosiego y la incomodidad que le puede producir hacer valer ese derecho, no les merece la pena. Y así, se va callando y callando hasta que el contenedor de palabras no expresadas, rebosa un buen día, en el que sin venir a cuento y por un motivo menor, se desparraman todas de forma inapropiada y extemporánea.
Respeto hacia los demás, claro, pero respeto también hacia uno mismo y a nuestras propias necesidades y anhelos, y si alguien se ofende por el hecho de que manifestemos nuestros sentimientos, sólo estará evidenciando su falta de talante y su escasa consideración hacia el resto.
Cuando se nos pide algo que no queremos hacer, digamos simplemente no. No estamos obligados a ello, si sentimos que no queremos hacer lo que se nos está pidiendo. Hagámoslo sin enfados, abiertamente y sin promesas dilatorias. No digamos lo pensaré, si ya lo hemos pensado. No digamos quizá más adelante, si sabemos que no lo vamos a hacer. No digamos estoy ocupado, cuando no lo estamos. Digamos simplemente no, y si lo creemos necesario, demos nuestras razones ciertas para argumentarlo, pero no inventemos una excusa, porque nuestro es el derecho a decidir.
Reflexión final: y finalmente, tampoco admitamos el típico chantaje moral: “Yo lo haría por ti”. Está por ver que sea así, pero a mí, lo siento, no me merece mucho crédito quién utiliza ese tipo de expresiones para conseguir algo concreto.