Silvia fue la película más distinguida del séptimo Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires que tuvo lugar en septiembre pasado. Además de haber ganado la competencia nacional de largos, la opera prima de María Silvia Esteve obtuvo el Premio del Jurado Joven y una mención especial por parte de la Asociación Argentina de Editores Audiovisuales. La realizadora fue reconocida «por su honestidad y coraje en el abordaje de una temática tan personal» se dijo cuando anunciaron los films ganadores.
Es cierto. En su debut, esta argentina nacida en Guatemala deconstruye con valentía la vida desgraciada de su madre, y asume la responsabilidad del relato en primera persona del singular, que se vuelve plural cuando intercambia recuerdos con sus dos hermanas.
A tono con cierta tendencia cinematográfica reciente, Silvia es el producto de la necesidad de contar públicamente una historia familiar, y de hacerlo a partir de la compaginación de fotos y videos hogareños buscados o encontrados por azar. Papirosen de Gastón Solnicki y El silencio es un cuerpo que cae de Agustina Comedi son dos referentes argentinos. Tarnation de Jonathan Caouette y Bloody Daughter de Stéphanie Argerich, dos extranjeros.
Montar un documental con registros fotográficos y fílmicos caseros supone un trabajo intenso de selección, restauración, edición y resignificación. El gran desafío consiste en saber avanzar más allá de la catarsis individual y/o llamar la atención de espectadores ajenos a la familia retratada. El coraje ayuda a saltar la valla de la intimidad, y la honestidad evita el riesgo de caer en el morbo. ¿Pero no son otras –o más– las virtudes que consiguen reconocer y exponer la dimensión social de un compendio de registros a priori anodinos?
Esteve parece contar con ese plus cuando invita a pensar en la naturaleza subjetiva de la memoria, a partir del registro sonoro de las discrepancias que la evocación de ciertas anécdotas provoca entre las hermanas. O cuando sugiere la relación entre las postergaciones de su mamá y los mandatos que condicionan a la mayoría de las mujeres. O cuando explota la admiración de su progenitora por Lo que el viento se llevó. O cuando da cuenta de la impostación ante cámara que algunos argentinos hacían en los años ’80, ’90, inicios de 2000, y que suena a adelanto de la vidriera que hoy son las redes sociales.
Sin embargo, a medida que avanza, Silvia se cierra sobre el vínculo entre la realizadora y su madre. Con una declaración a viva voz, el largometraje termina ubicándose más cerca del desahogo terapéutico que de un retrato pasible de convertirse en aproximación a los embates del patriarcado en la Argentina de fines del siglo veinte, a las complejidades de la relación materno-filial, al uso de videograbadoras y cámaras de fotos al servicio de la simulación burguesa y del ideal de familia perfecta.
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PD. La cuarentena anti-coronavirus frustró el estreno en salas de este documental, previsto para principios del otoño pasado. La presente reseña es una versión apenas editada de aquélla que Espectadores publicó entonces.