Vayamos, pues, por partes deconstruyendo esta democracia, en el sentido de analizar sus estructuras. Para empezar, el sistema democrático no es lo suficientemente democrático para ser completamente democrático, esto es, justo. La calidad de la democracia española, de arriba abajo, deja mucho que desear. En la cúspide no se elige al Jefe del Estado sino que se mantiene la decisión del ya desaparecido dictador Francisco Franco de nombrar como su sucesor al nieto del último rey que reinó en España, saltándose, entre otras cosas, el orden dinástico histórico. Transitamos, así, de una dictadura a una monarquía por un capricho personal. Posteriormente, con la restauración de la democracia, tutelada por el propio régimen, se somete la monarquía a referéndum como parte inseparable de la Constitución, por lo que nunca los españoles han podido escoger entre república y monarquía. Resulta, por tanto, discutidamente democrático el mecanismo por el que se impone una forma de Estado y se sanciona la decisión de un dictador.
Pero es que, además, la extracción de esos “representantes” de la soberanía nacional no la hacemos directamente, votando individualmente al candidato que conozca nuestros problemas y nos ofrezca mayor confianza, sino a través de unas listas cerradas en las que un partido decide quién y en qué orden presenta, con posibilidades de salir elegido, formando parte de una papeleta indivisible. La democracia española no nos concede la libertad de elaborar nuestra propia lista de personas merecedoras de nuestro voto. O todo o nada. Nos obliga a votar unas siglas en las que destaca, como mucho, el líder que las encabeza, conocido por ser el rostro de la publicidad electoral. Ni siquiera conocemos el programa con el que se presentan y que jamás se distribuye entre la población, pero del que se vocean cuatro o cinco consignas que se reiteran en todos los mítines, entrevistas y actos de campaña cual eslóganes propagandísticos. Por desconocer, una mayoría de los votantes no distingue la diferencia ideológica entre las formaciones que concurren a unos comicios en los que “elegimos” a nuestros representantes para que formen gobierno y elaboren las leyes que regularán nuestra convivencia. Simplemente, votamos la lista cerrada y amañada que la tradición, la simpatía o la campaña publicitaria nos hace parecer idónea.
Lo mismo sucede en las elecciones autonómicas y municipales, en las que se vota también la lista cerrada de cada partido en liza. La elaboración de tales listas o papeletas adolece de idénticas deficiencias democráticas que para las generales, por lo que resulta reiterativo insistir en esta manipulación que constriñe nuestra voluntad y doblega nuestra democracia, sin que hasta la fecha ningún gobierno ni ningún “representante” del pueblo hayan impulsado, cuando han podido, una reforma para implantar el sistema de listas electorales abiertas. No les interesa.
Cualquiera, pues, que sea el nivel en que nos fijemos para deconstruir la democracia española, apreciaremos aspectos manifiestamente mejorables que la dotarían de un mayor calado democrático, la harían más justa y le permitirían representar de manera más fidedigna la diversidad y pluralidad de la sociedad moderna de España. Muchas de las deficiencias señaladas proceden de cautelas de los padres fundadores de la actual democracia por evitar peligros y errores de pasados momentos históricos en que la semilla democrática fue abruptamente y violentamente segada. Pero otros, en su inmensa mayoría, son fruto de intereses partidistas que se ven beneficiados por las carencias del sistema político democrático en la actualidad. Ello es lo que hay que denunciar y obligar a corregir, puesto que somos un país adulto que merece una democracia más sólida, transparente y eficaz.