Leo que el diario La Nación se hizo eco de cierto escandalete que armaron algunos docentes en Mendoza por la recepción de cierto material que, empecemos con un acuerdo, es claramente erótico, soez y violento (como El matadero de Echeverría, como Libro de Manuel de Cortázar, como El beso de la mujer araña de Puig, que por cierto están en las bibliotecas escolares). La pregunta que me surgió inmediatamente fue, entonces, ¿y qué? Trato de buscar alguna respuesta en mi propia historia.
Mis dos padres son docentes y yo mismo lo soy. Todos en la familia somos, además, lectores compulsivos. Mi infancia y la de mi hermanita estuvo atravesada siempre por las incursiones a la biblioteca de nuestros padres, que nunca nos impusieron reglas sobre lo que debíamos leer: el límite era la propia imposibilidad de comprender algunas cosas. Entre ellas, los pasajes eróticos de Henry Miller, de Las mil y una noches, de Nabokov. A veces intuía que esas cosas iban a ser interesantes en otra época de mi vida, así que las dejaba para más adelante.
No había desarrollado una idea cabal de lo que era el sexo porque en mi primera adolescencia era difícil conseguir porno. Teníamos que mover un montón de contactos por una revista más o menos osada. Por suerte mis alumnos y alumnas no tienen ese problema. Cuando me pasan un pen drive para entregarme un trabajo práctico puedo ver, en los nombres de los archivos de video, que su exploración pornográfica es mucho más libre y sana que la que nosotros pudimos tener. Tal vez menos educada, pero eso es culpa de la torpe implementación de la Ley de educación sexual y no de YouPorn.
Uno de los descubrimientos más fabulosos de la adolescencia fue dar con la colección de revistas de papá: El Tony, D’ Artagnan, Nippur, alguna Intervalo, todas repletas de maravillosas viñetas de sexo, violencia, disparos, malas palabras, sarcasmo, irreverencia. Porque el mundo está lleno de esas cosas ¿no? Y algunas no son nada agradables. El sexo sí lo es, y es paradójico que sea lo que más escandalice. La violencia de género, el racismo, las drogas, estamos de acuerdo, son cosas malas. Pero también existen, hay que tratarlas, darles un ejemplo concreto. Y la ficción (porque no nos olvidamos de que las historietas de Sanyú son ficción y no un manual de violencia) habla de ellas. Con suficiencia. Permite entender y charlar las cosas de forma mucho más entretenida, positiva y rica. Y eso no debería ser un privilegio para los que tienen bibliotecas en sus casas, sino un derecho de todos.
Alejandro Castro Santander, psicopedagogo, dice que el texto causa un daño emocional a los alumnos porque es un llamado al uso de la violencia, de las drogas y pornografía. Cae en el mismo error que cualquier señora que cree que los videojuegos violentos también son un llamado al uso de la violencia. No están a nada de decir que el niño que dispara balas imaginarias con su escopeta es el próximo Charles Manson. Y no. El ludismo y la ficción no son las promotoras de la violencia: son, por el contrario, las formas privilegiadas para reprimirla, tratarla, debatirla y anularla. Les aseguro que un adolescente no usa un arma porque juega Counter-Strike, una adolescente no se embaraza por leer a Sade y ningún chico saldrá drogado a cometer una masacre por el libro de Sanyú. Sí, probablemente, satisfaga su curiosidad y su libido de esa forma. Las causas de todo lo terrible que les ocurre a los adolescentes, entonces, hay que buscarlas en un lugar mucho más incómodo: en las condiciones económicas, culturales y sociales que las posibilitan.
También señala Santander que el texto se burla de la iglesia católica. Omite señalar que también se ríe del comunismo. Como comunista, a mí me divierte mucho esa referencia. Es bueno reírse. Un gran ejercicio del pensamiento y de la libertad, valores que sí deberíamos preocuparnos por transmitir a nuestros alumnos. Lo contrario es, como reza la resolución del gobierno mendocino, apartar aquellos textos que se consideran no apropiados para la formación de adolescentes y jóvenes. Es decir, lisa y llanamente, la censura. ¿Esa es la clase de valores democráticos que queremos promover en la escuela? No en mi nombre, señores, no en mi salón de clases.