Cuando en marzo pasado presentaron la segunda edición de Cordillera, festival de cine ecuatoriano en Buenos Aires, sus organizadores difundieron los resultados promisorios del programa de fomento a la producción cinematográfica nacional que el gobierno de Rafael Correa impulsó en 2009. Recuerdo la emoción que sentí cuando me enteré del asesoramiento que el INCAA le ofreció –y por lo menos hasta entonces seguía ofreciéndole– al instituto homólogo de Ecuador. También cuando escuché, palabras más, palabras menos, la frase “Para nuestro país, el cine argentino es un modelo a seguir”.
Ésta no es la única anécdota sobre la admiración que nuestra actividad cinematográfica despierta en otros países de Latinoamérica. También recuerdo, por ejemplo, los comentarios que un productor chileno y un crítico mexicano hicieron en distintas ediciones del BAFICI sobre la “suerte” de los argentinos por contar con un cine nacional prolífico y variado.
En mi opinión, la salud de nuestro cine depende más de esa variedad que de los éxitos de taquilla que consiguen las películas hechas con criterio comercial por las grandes productoras nacionales, cada vez más proclives a acordar alianzas –también comerciales– con grandes productoras y/o distribuidoras extranjeras, en su mayoría de origen estadounidense.
Por otra parte disiento con la idea de que los argentinos tenemos o tuvimos “suerte”. En todo caso supimos votar –eso sí, cada tanto– a dirigentes políticos conscientes de la importancia de forjarnos una identidad cinematográfica. Porque somos una sociedad rica en orígenes, tradiciones, intereses, taras, obsesiones, nuestro cine debería representar esa diversidad, y por lo tanto dosificar la aplicación de fórmulas concebidas para vender la mayor cantidad de entradas a escala global.
Con algunas excepciones como la movida cordobesa, ciertos despertares entrerrianos y una gran autora salteña (que estrena justo hoy), el cine argentino sigue siendo porteñocéntrico. Sin dudas se avanzó poco –o menos de lo deseado– por el sendero federalizador que Fernando Birri y algunos colegas contemporáneos transitaron hace más de medio siglo. Difícilmente se avance algo de la mano de un Estado fascinado con los grandes jugadores (o players como suele decírseles) del mercado.
En el informe sobre el INKAA de Néstor y Cristina (Kirchner) que América TV emitió el domingo pasado en el programa La Cornisa, Hernán Lombardi aseguró que la alianza gubernamental Cambiemos quiere estimular un cine nacional que sea diverso pero también “de calidad”. Con ese Pero, el titular del Sistema Federal de Medios y Contenidos Públicos abrió fuego contra la gestión anterior, a la que acusó de arrastrar el principio de diversidad por dos fangos: el de la corrupción y el de la propaganda.
Portavoz del discurso oficialista abundante en generalizaciones, Lombardi no precisó las variables de la calidad cinematográfica deseada. El conductor del programa, Luis Majul, tampoco se las pidió, quizás porque da por sentado que la calidad es tributaria de la búsqueda de éxito comercial.
Probablemente porque (muy) cada tanto fuimos gobernados por dirigentes convencidos de que la cultura en general y el cine en particular son bienes irreductibles al consumo y al entretenimiento, los argentinos contamos con directores, guionistas, productores, actores que combaten la intención de uniformizar nuestro cine, de convertirlo en una versión local o localizada del cine producido en serie. Esto tampoco es “suerte”, sino el fruto de un árbol bien plantado, y por lo tanto resistente a los vientos –a veces huracanados– que en tiempos macristas amenazan con despojarnos de toda expresión de soberanía económica, cultural, política.