Solía pensar que era imposible que hubiera buenas nuevas canciones. Que las combinaciones de notas (las primarias, las que apelan a la inmediatez pop) estaban agotadas y que eso condenaba a la humanidad al plagio permanente y apelaban a la copia o al plagio como única fórmula de continuidad. Puede que en ese momento no me planteara la posibilidad de la sofisticación, de la complicación intrínseca a buscar combinaciones más intrincadas o, simplemente, eludir la simplicidad sacrificando el consumo rápido por la degustación más calmada.Como muchas veces, me equivocaba. La sensación de que las estrellas del firmamento son menos o incluso de menor valor artístico que hace un par de décadas es absolutamente falsa. Diferente es que los canales de difusión han dejado de ser masivos y que el espectro de elecciones posibles ha difuminado, con muy pocas excepciones, la posibilidad de acceso al estrellato. Además, que 2016 ha sido un año funesto para ese firmamento. Bowie, Prince y Cohen son un bagaje excesivo, una cruel coincidencia y una odiosa aplicación del desequilibrio estadístico. Necesitamos sustituir tres estrellas del máximo rango y no hallamos candidatos a reemplazarlas. Pero yo no voy a hablar de la post-verdad. Ni de un nuevo paradigma, otra vez. No tiene demasiado sentido aludir una y otra vez a lo mismo, pues ni la individualidad del hombre post-crisis ni el absurdo colectivo que vuelve locos a los estudiosos de la estadística (los que decían que Trump no iba a vencer, por ejemplo, que puede que digan en poco tiempo que los franceses no van a entregar el poder a Le Pen) pueden explicar ciertas cuestiones más mundanas.Como el uso del sample.Ejemplo número 1: Los Isley Brothers arrancan con fuerza en una canción. Un ritmo con regusto caribeño que evoluciona con guitarras más occidentales. Una especie de fusión que debe más de lo que parece al jazz-funk. Pero, en el fondo, devastada por una interpretación vocal endeble, repetitiva, desprovista de fuerza y debilitada tanto por el abuso del falsetto como por el efecto de reiteración, con el colofón de un solo de guitarra de duración injustificada y excesiva tendencia al lucimiento vacuo. Un oyente de hoy en día da por finiquitada la canción a los dos minutos y medio, en cuanto el solo se apodera. Y se va a por otra cosa.
¿Qué hace Kendrick Lamar con la estructura de la canción? Usarla a su antojo y beneficio.
Ecualizar esa parte atractiva de la canción y aderezarla con sus entradas vocales. No debería ser otra canción, si nos atenemos a la estructura. Pero el uso de la voz desgarbada pero atractiva de Lamar desvela su descaro. No hay nada que hacer con la pista vocal original ni con el solo, pues se aprovecha la parte que interesa. I es otra canción. Y su desarrollo posterior lo demuestra: los parones, los arranques, ya son Lamar sobre una base que ha tenido el buen gusto de adaptar, y también la oportunidad de mejorar de alguna manera. Legítimo, sin duda, indiscutible, más cuando Lamar abandona a partir de cierto momento el tema original y se entrega a la experimentación sonora, demostrando a todo el planeta que, también en algo que podríamos denominar "apropiación" hay que apreciar el gusto. Kendrick Lamar, como Frank Ocean, es un músico que empieza a trascender de sobras el género que se le ha asignado.El caso con Hall & Oates y The XX es diferente. La versión del clásico con la incorporación vocal de Cee-Lo Green resulta espectacularmente respetuosa, incluso parece razonable ceder al poderoso registro vocal del de Gnarks Barkley, pero todo el espíritu del tema original se mantiene incólume. Hablamos de un clásico de soul blanco, una pieza con un arranque irresistible aunque asociada a esa extraña época de mediados de los 80, la del deslumbramiento con el yupismo y la ceguera de la cocaína. The XX, decididos a incorporar la luz a sus nuevas canciones (han dejado de ser post-adolescentes pendientes de su acné y de conservar la solidez del negro de sus atuendos para ser estrellas incontestables de un mundo alternativo al que no le repugna el hedonismo), han usado un sample bastante reconocible para el puente de On hold y seguramente hayan despistado a más de uno. Ello y el relativo relegamiento de uno de los elementos claves de su sonido (el punteo triste de la guitarra de Romy) pueden desconcertar a su público más fiel, pero es bueno en términos de carrera creativa. Demasiada relación entre sus dos primeros discos (aunque el segundo ya mostraba detalles de producción que hacían presagiar un cierto abandono de la obstinación por lo mínimo) les obligaba a dar un paso en algún sentido para su inminente tercer disco. Lógicamente habrá quien no lo comprenda.