Y es que, otra vez, volvemos a escuchar mentiras por un tubo, a percibir cómo se ocultan medidas impopulares entre la hojarasca de los programas electorales y a padecer que se nos distraiga con banderitas, toros lanceados y enfrentamientos rituales entre líderes del mismo partido o de otras formaciones, etc. Todo resulta tan repetitivo que parece que no acabamos nunca de asistir una y otra vez a la misma historia, a la proyección de la misma película. Cansa y aburre esta cantinela electoral incluso al más fanático de los votantes. No puede extrañar, por tanto, que la abstención gane adeptos y se prevea aún mayor que en anteriores elecciones.
El PSOE, por su parte, vuelve a repetir su ofrecimiento de mano tendida a derecha e izquierda, pero inmediatamente advierte, de forma tajante, de que con el PP jamás podrá pactar nada porque a lo que aspiran los socialistas es a desalojar a Rajoy y el PP del poder. Reiteran la confrontación y las consignas ya conocidas. Al mismo tiempo, aseguran que, si se vieran en la necesidad de recabar apoyos adicionales para investir a su candidato, no aceptarían los votos procedentes de los grupos independentistas del Congreso. Es decir, vuelven a mostrarse dispuestos al diálogo en la intención de formar Gobierno, pero establecen para ello tantos vetos y cortapìsas que, más que una actitud proactiva, lo que expresan es un mero deseo imaginario. Así, sólo disponen de tres posibilidades, si los votos se lo permiten: acuerdos con Ciudadanos, con Podemos o con ambos. La última opción resulta imposible porque ambos partidos emergentes se declaran mutuamente incompatibles. Las demás combinaciones dependen de las aritméticas parlamentarias. Algo que ya se intentó en la breve legislatura anterior con un absoluto fracaso, lo que nos hace sentir que regresamos a una situación que se repite cual dèja vú diabólico.
Con ello Podemos demuestra que sabe jugar sus bazas sin atenerse a ninguna regla. Puede acusar al PSOE de tener las manos manchadas de cal viva y a continuación considerarlo un socio imprescindible para sus ambiciones de gobierno. Puede pasar de denostar como casta trasnochada a los comunistas a integrarlos en sus filas por cálculos electoralistas. Puede pasar de abjurar el militarismo a incorporar a un exjefe del Alto Estado Mayor entre sus candidaturas electorales. Puede pasar de la transversalidad a abrazar al viejo esquema de izquierda-derecha, en el que aspira ser referente de toda la izquierda. Puede, en definitiva, modular su discurso y adaptarse a las circunstancias según conveniencia, volviendo a manejar espectacularmente los tiempos y los mensajes de sus apariciones en los medios de comunicación y las redes sociales. Otra vez.
Pero es en los medios donde se manifiesta con mayor claridad este dèja vú, ya que estos vuelven a centrar su atención en unos actos de precampaña que saturan su contenido con insinuaciones, opiniones y anécdotas y no con información relevante sobre lo que de verdad preocupa a los ciudadanos: la economía, el paro, la sanidad, la precariedad laboral, las pensiones, la educación, las becas, las ayudas a la dependencia, etc. Vuelven a hacerse eco de unos sondeos de opinión que benefician a la formación que los encarga y con los que se procura influir en el electorado que aún no sabe a quien votar. Recuperan los medios una elaboración de sus contenidos basada, en gran parte, en lo que les facilitan los gabinetes de prensa de cada partido y los comités de campaña de cada candidato, junto al anecdotario de cada jornada. De esta manera, el teatro de la representación vuelve a repetirse de cara a las próximas elecciones de junio, donde unos mismos candidatos, con parecidos lemas publicitarios, repetirán cartel, mítines y ocurrencias para tratar de mantener y, si es posible, aumentar el voto de unos ciudadanos amnésicos y acríticos, a los que no les importa que le repitan la misma película una y otra vez. Como si un dèja vú los tuviera narcotizados.