El Estado, subyugado por la mentalidad capitalista de la economía, orilla las políticas de redistribución de la riqueza y contribuye a la fragmentación social que genera la desigualdad y la falta de auxilios públicos a los más necesitados. Asume los postulados de rentabilidad que exige el mercado, en el que cualquier servicio ha de ser productivo y potencialmente atractivo para el provecho privado, menospreciando su necesidad para la comunidad o la convivencia.
El Estado hace dejación de sus funciones al sucumbir a una mentalidad que lo transforma en un ente de unidades productivas que deben rendir un balance positivo en sus cuentas de resultados, independientemente de los objetivos redistributivos para las que fueron creadas originariamente. Y, a excepción de esa clase política que lo opera, toda su estructura y todas sus funciones deben estar sometidas a decisiones economicistas dictadas por un capitalismo financiero que despoja de poder real al Estado nación.
Si las ilusiones, los sentimientos y la vida han de medirse en función del dinero y su capacidad para proporcionar ganancias en cada transacción, incluyendo las interacciones humanas, sin que el Estado con el que hemos organizado nuestra convivencia intervenga para evitar abusos, ¿qué clase de mundo dejaremos en herencia a nuestros hijos? Dejaremos un mundo en el que el Estado hace dejación de su función pública.