“Déjame que te cuente, limeña…” (I)
Tengo un gran amigo muy viajero, se llama José. Un amigo de esos tan excelentes que, en realidad, nunca llegas a saber por qué sigue siendo tu próximo durante tanto tiempo y de los que te suben la moral, pues te hacen pensar que algo bueno tendrás cuando alguien como él te sigue queriendo año tras año y década tras década.
Él me inició en la comida vietnamita, por ejemplo, que también adoro. Él estuvo allí y en nuestros viajes por Francia – yo jamás me alejé tanto- siempre buscaba y me enseñó a buscar restaurantes anamitas y tonkineses que le recordaban un país que le fascinó como ninguno y que me enseño a querer en la distancia.
También es de los míos. De los que afirmamos que “donde fueres, haz lo que vieres” y no se echa atrás cuando es invitado en algún país a participar en algo propio de allí, aunque supongo que no haya practicado el canibalismo ni espero que se haya afiliado ni siquiera temporalmente al Ku-Klux-Klan o al Estado Islámico.
Se dio una larga vuelta por Perú, Ecuador y otros países sudamericanos, y siempre me dijo: “Conociéndote, a ti el cebiche te va a encantar…”. Pasaron años hasta que pude confirmarlo, pero de nuevo tenía razón. Y no solo el cebiche.
Dado que mi época viajera terminó hace mucho y me temo que he echado sólidas raíces aquí, he tenido que esperar a conocer a inmigrantes para conocer su forma de ser y de vida que, aunque mediatizada por su llegada, conserva mucho de sus países de origen.
Soy declaradamente “xenófilo”, y siempre miro –al menos de entrada- con simpatía a cualquier extranjero que se cruza en mi camino y también siempre procuro facilitarles las cosas; lo que me ha llevado a poder presumir de que he hecho amistades de todas las razas y de todos los continentes. Y de entre todos ellos unos de mis favoritos vienen de Perú.
No voy a hablar aquí de otras cosas que de su gastronomía, pero me parecen muy buena gente y encantadores para conocer, invitar y charlar.
Fruto de esas charlas puedo afirmar que conozco a tres mujeres limeñas que viven aquí, y de las que he aprendido mucho de muchas cosas; y de su comida… ¡Bueno!.
Ellas me han contado qué restaurantes peruanos merecen la pena y cuáles no tanto de los 12 (¡doce!, yo tampoco lo imaginaba) que hay en Santander; y han hecho que me declare “fan incondicional” de su platos.
Conozco solo dos. Se que no es mucho, pero según me contaron son los más cercanos y significativos a la comida habitual de allá.
Si esperas modernidades y “ferraadriádas” mejor no vayas. Sirven exclusivamente comida honrada, sabrosa y popular hecha y servida con cariño; y te hacen afirmarte en que volverás.
Los nombres de los platos son curiosos y extraños, e indican poco o nada al no iniciado de lo que se componen a pesar de todas las indicaciones que mis amigas me dieron; pero tened la seguridad de que seréis atendidos con algo más que amabilidad y os explicarán todo con detalle y con el orgullo de lo hecho con cariño y profesionalidad.
No son caros en modo alguno y –muy, pero que muy importante- , tened cuidado con los nombres sugerentes y extraños: se refieren a cantidades ingentes de comida por ración.
Y lo digo muy en serio. Hasta el punto de preguntar a una amable chica que nos sirvió en uno de ellos si habían considerado poner medias raciones (tampoco estaría mal el pensar en “1/3 de ración” dadas las cantidades), a lo que nos respondió que sus clientes peruanos se sentirían poco menos que ofendidos si las cantidades no fuesen las servidas, y añadió: “A veces en Perú comemos por comer…”.
Esto me hizo elaborar una teoría sobre la marcha tras ver la cantidad de sabrosa comida que quedó en ambos casos, y que se me formuló así: “Sin duda los descubridores del Virreinato del Perú fueron extremeños y andaluces, pero no me cabe duda de que sus colonizadores fueron vascos. Concretamente del mismísimo centro de Bilbao”.
Si. Les gusta la comida a los peruanos.
(En una segunda entrada escribiré sobre los dos restaurantes visitados. Por favor, dadme tiempo pues voy a volver a probar más platos. Gracias).