No es nada fácil alejarse de los miedos que siempre nos han perseguido. A todos nos persiguen miedos que nos hacen escondernos debajo de las sábanas. Como si allí no fuera a encontrarnos. Y alejarse de ellos es casi imposible. La mayoría somos engullidos por ellos; algunos, logran convivir sin más. Y los muy pocos se enfrascan en actitudes llenas de valentía para huir de esos mismos miedos. Dejar los miedos atrás al menos nos da ventaja sobre ellos, una leve ventaja que no nos asegura absolutamente que vuelvan a perturbarnos a la primera que tengamos algún bajón emocional. Con los miedos siempre estamos en la cuerda floja, sin red ni pértiga que nos pueda equilibrar. Algunos no creerán que soy extremadamente optimista. Pero es así. Y dejar de serlo es uno de los grandes miedos que a muchos nos intentan devorar. Y puesto que esos miedos profundos como piélagos oscuros nunca nos van abandonar, al menos, seamos optimistas y creamos que no van a devorarnos. En muchas ocasiones,es la noche. Otras veces, es lo cotidiano lo que nos aterra. Otras, el tiempo que no pasa o pasa demasiado deprisa. Nunca nos liberaremos de los miedos insondables e inconfesables que nos acompaña desde que abrimos los ojos fuera del útero materno. Pero no por ello nos vamos a echar a llorar. Esa no es una opción. Sólo queda combatirlos. Cada día; todos los días.