¿Dejarías llevar el hiyab en las escuelas? (II)

Publicado el 28 abril 2010 por Hugo
El otro día, pese a que me empleé a fondo (algo torpe, también es verdad), no logré convenceros. No logramos, mejor dicho. Sé que esas cosas pasan -pasan tan a menudo que a veces pienso que cambiamos de opinión no cuando nos enseñan el camino aquí y ahora, si es que hay tal, sino cuando lo recorremos nosotros mismos, a nuestro ritmo, no al ritmo que nos quieren marcar-, pero aun así lo considero un fracaso, tanto si tenía razón como si no. No poder convenceros a vosotros, ¡justamente a vosotros que tenéis tanto en común conmigo!, es más frustrante todavía. Pero voy a intentarlo una vez más (una de dos: o soy un fanático tamaño XXL que no se da por vencido, o no lo soy y sé que aún no está todo dicho). Bueno, esta vez no seré yo exactamente. Voy a citar a una filósofa francesa, para algunos una Marianne de carne y hueso. Catherine Kintzler:
¿Por qué se debería sustraer la escuela de la sociedad civil? [...]
Veamos primero las razones jurídicas. La primera es que la escuela es obligatoria. Pero los alumnos que frecuentan la escuela pública no han elegido a sus compañeros, razón por la que, por otra parte, la escuela es un lugar de integración y de igualdad. Tolerar una manifestación religiosa de parte de unos es imponerla a otros que no pueden sustraerse a ella. Cuando alguien realiza en la calle o en el metro un signo religioso con el cual no concuerdo, esto no puede molestarme de ninguna manera: nadie me obliga a quedarme allí. Pero los alumnos están obligados a la copresencia; o por el contrario sería necesario juntar a los que portan una cruz y separarlos, hacer lo mismo con los que llevan una kipá, con las que llevan un velo, etc. Aparte de que no se terminaría nunca, además de que se excluiría totalmente al que no se adhiere a ninguna creencia, esto tiene un nombre: segregación. Sería transformar la escuela pública en una multitud de escuelas privadas particularistas, fundadas en el principio de separación entre comunidades. Entonces, para que nadie pueda quejarse de haber sido obligado a soportar una manifestación que desaprueba, y para que no haya ninguna segregación, es necesario prohibir llevar signos de pertenencia política y religiosa en la escuela pública.
La segunda razón jurídica es que los alumnos, en su mayoría, son menores, y su juicio no está formado. Los que pretenden que deben gozar de la libertad de la que gozan los ciudadanos sostienen una monstruosidad. Suponen, en efecto, que los alumnos disponen de una autonomía que todavía no han conquistado: se les debería entonces hacer cargar con el
peso de la libertad antes de haberles preparado para su dominio [...] Hacer desfilar los grupos de presión ante los alumnos [...] es equivocarse sobre la libertad de los niños, pues la libertad depende del poder de cada uno para preservarse de la opresión y de la ceguera. Ningún hombre de buen sentido pretendería nunca exigir a un niño una tarea por encima de sus posibilidades: es sin embargo lo que hacen los partidarios de la "laicidad abierta" [...]
Pero no es solamente por razones jurídicas por lo que el espacio escolar debe sustraerse a la sociedad civil y a todas sus fluctuaciones. La escuela debe escapar al imperio de la opinión por razones que tienen que ver con su naturaleza esencial, es decir, con lo que se hace en ella. Es necesario entonces remitirse a la cuestión del saber: la escuela tiene por imperativo mantenerse laica y exigir la reserva a
todos los que se encuentran en ella en virtud de la naturaleza misma de lo que allí se transmite y de lo que allí se construye [...]
La escuela es un espacio donde uno [...] se instruye para adquirir la fuerza y la capacidad [...] que permiten desembarazarse del guía y del maestro. Por lo demás, no hay verdadera fuerza sino la que permite liberarse de la dependencia. Y esto no puede hacerse sino sustrayéndose primero a las fuerzas que obstaculizan esta conquista de la autonomía. Es necesario escapar a la fuerza de la opinión, [...] a los prejuicios sociales, para construir su propia fuerza [...]
Así pues, la laicidad de la escuela [...] consiste en descartar todo aquello que sea susceptible de obstaculizar [...] la seriedad de la liberación del pensamiento. Es claro que aquel que llega declarando ostensiblemente, de una manera u otra, que no hay para él más que
un libro, una palabra, y que lo verdadero es asunto de revelación, se retrae de facto de un universo donde hay libros, palabras, de un universo donde lo verdadero es objeto de examen. Es necesario entonces empezar por liberarlo: que se reconcilie después, si lo desea, con su creencia, pero que lo haga él mismo, por convencimiento, y no por sumisión.
Leído en Henri Peña-Ruiz y César Tejedor de la Iglesia, Antología Laica: 66 textos comentados para comprender el laicismo, Ediciones Universidad de Salamanca, 2009, pp. 291-292. (Texto original de Catherine Kintzler, La república en preguntas, Ediciones del Signo, Buenos Aires, 2005, pp. 84-89).